No todos tenemos que llegar a la misma mierda, en el mismo minuto, como las moscas; “que las moscas vayan a la mierda no quiere decir que tengan razón…, ¡nunca la tienen!”, diría el pensador anarquista —padre de todos nosotros— Carlos Díaz (Para ti joven, contra ti joven. Paulinas, 1983). Seguramente Ozark, la serie norteamericana de drama, debe ser a estas alturas carcoma ya para los snobs, baladrones que meriendan series como si éstas fueran sorbetes; no me importa, el pasado para mí es lo único permutable, el presente y sus espejismos pueden irse al carajo.
Soy un indisciplinado incluso para ver televisión, no puedo hundir el culo en la rediviva poltrona a la misma hora todos los días, no estoy como para pillar programas por Netflix; escojo en todo momento una telenovela con actrices buenísimas y fáciles, a ver una serie pseudo-ideológica. Si alguien me recomienda un programa de pantalla chica por streaming yo lo dejo a la inadvertencia; hago caso negligente de toda concesión del momento. Sin embargo, hace un par de días me topé con ese prodigio gringo llamado Ozark, serie desarrollada en un modesto complejo turístico frente al lago de Ozarks, un proyecto del también creador de A Family Man (2016) Bill Dubuque.
Digamos, hipotéticamente, que tú decides lavar dinero para el segundo cartel más grande de la droga en México. Sólo hipotéticamente. Digamos que realmente te gusta el sonido del dinero y decides que vale la pena tomar el riesgo con todas sus posibilidades, y financiar así el futuro de tus hijos, poner fin a las deudas y las búsquedas de trabajo implacables.
¿Qué haces cuando todo se pone color de hormiga? Marty Byrde (Jason Bateman) tiene la respuesta y ciertamente es lo que todos hemos estado pensando: movernos a las montañas de Ozark.
Ozark no es la historia de un hombre que huye de todo. Es la historia de una persona que compra tiempo. Cuando el imponente jefe del cártel chingón (Esai Morales) alinea a los colegas de Marty en su firma de contabilidad y les coloca una bala en cada una de sus cabezas, éste tiene pocos segundos para idear un plan que lo haga más útil en una multitud competitiva. Toma un folleto perdido para un centro turístico frente al mar, en el Lago de los Ozarks, y frenético, destila planes sobre la creación de un negocio de lavado en la parte posterior de la zona. Se le presenta así una segunda oportunidad, aunque vivirá bajo una vigilancia inhumana y una inmensa presión para cumplir sus proposiciones, ¿al final lo logrará?
Marty, su esposa Wendy (Laura Linney) y los niños Charlotte (Sofia Hublitz) y Jonah (Skylar Gaertner) se aglutinan en su casa de Chicago, una vivienda que está —convenientemente— bajo un presupuesto apretado. Esto tiene algo que ver con Buddy (Harris Yulin), un anciano enfermo que “viene” con la casa, alguien que planea vivir sus últimos meses con comodidad… paseos desnudos hacia el lago y toda esa bagatela gringa.
La banda sonora, a menudo hermosa pero inquietante, funciona bien para reflejar la belleza remota y extraterrestre de un lugar en donde tú sabes quién es el jefe… y no es el sheriff.
El debut en la escritura de guiones de televisión de Bill Dubuque es generalmente depresivo para cualquier tono optimista de Netflix. No es que un espectáculo con apuestas tan altas requiera un número musical como un “Pick-me-up”, pero el estrés incesante, la depresión y, a menudo el terror, pueden ocasionalmente llevarnos a estados muy alterados. Sin embargo, tú querrás seguir averiguando qué va a pasar con los Byrdes, y esto se debe en gran parte a la actuación creíble y cruda de Jason Bateman como un padre y marido que está roto y desalentado, pero sumamente decidido. Laura Linney también hace un magnifico trabajo dramático y, a veces, humorístico como Wendy, una madre que no que no es el gran ejemplo de la maternidad norteamericana.
Hay momentos, durante los primeros episodios de ‘Ozark’, en donde quizás desearías haber comprado ‘Lavado de Dinero para Dummies’, para mantenerte al día con las hazañas ilegales de Marty; aunque el guión tratará de darte una explicación de lo que está pasando, ya será demasiado tarde, porque lo hace cuando tu raciocino ya logró unir todas las piezas. Sin embargo, comprenderás más de lo que está pasando si eres un fan de la Breaking Bad de Vince Gilligan, una serie en la que no puedes dejar de pensar mientras observamos las transacciones de drogas y el lavado de millones de dólares en este lugar tranquilo en Missouri. Correctamente o incorrectamente, Ozark sin duda será comparado con Breaking Bad, no sólo porque también sigue las acciones de un hombre de familia tratando de proteger de todo tipo de traficantes a su esposa y dos hijos, sino también por la sorprendente similitud de algunas de sus imágenes, —estoy seguro de que recuerdas el globo ocular flotante—.
Ozark es una serie obligatoria para todo amante del drama y el crimen, aunque la fuerza de los hilos centrales atraiga probablemente la atención de los suscriptores menos avisados de Netflix, aquellos que todavía no han dado un paso en territorio intelectual.
Sin embargo, Ozark ofrece una narrativa intrigante que entreteje expertamente las vidas de sus numerosos personajes. Es un paseo por un mundo donde los problemas son completamente ineludibles, donde los inocentes son inevitablemente arrastrados por el mal y nadie es digno de confianza. La serie es, en pocas palabras, como se desbanda de la boca de uno de sus personajes: “la maravillosa convergencia entre la causa y el efecto, con un poco de buena suerte. El Universo… es un lugar muy gracioso, aún y con todo el caos”.