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Home»Columnas»Paradise Alley y mi dealer
Columnas

Paradise Alley y mi dealer

Jorge AmaralBy Jorge Amaral24 febrero, 2016Updated:24 febrero, 2016No hay comentarios5 Mins Read
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Fuimos a llevar a mi hija a la escuela, pasaba del mediodía. Hacía mucho tiempo que no veía a mi dealer. Ahí estaba, sentado a la sombra, todo vestido de negro, con un sombrero que me hizo recordar al Piporro en la magistral El Pocho.

Paradise Alley
Paradise Alley, el libro…

Mientras mi esposa compraba las tortillas me acerqué discretamente hasta asegurarme de que no interrumpía nada importante.

–Buenas, ¿cómo está?

–¡Qué milagro!

–Pues usted, tenía desde enero que no lo veía.

–Tengo cosas interesantes. ¿No hay problema con tu esposa?

–No, ella no dice nada, hasta parece que le gusta que compre con usted.

–Eso me da gusto. Mira, me llegó esto: esta es una edición del 57, pasta dura, papel biblia, un poquito despegado el lomo pero con resistol queda bien. Ya leí como la tercera parte, está buenísimo.

Se trataba de una edición de Planeta de casi mil 800 páginas que contienen cuatro novelas de la Premio Nobel de Literatura de 1938 Pearl S. Buck. No lo pensé y lo puse bajo mi brazo.

–Este quizá no es la gran cosa, pero como rareza creo que vale la pena leerlo; conociendo tus gustos, a lo mejor te agrada.

No fue necesario meditarlo por mucho tiempo, soy hombre de decisiones rápidas así que esa misma noche aplacé las lecturas en curso y lo comencé. Valió la pena cada peso entregado a mi dealer.

Estamos hablando de Paradise Alley (1978), de Sylvester Stallone. Ciertamente yo no conocía el libro y de inmediato me enganchó. Una novela breve, bien contada, muy visual, sin demasiadas introspecciones existenciales. Es la historia de los hermanos Carboni, que en la Hell’s Kitchen encuentran una forma de ganar dinero rápido. Lentamente esa dinámica los transforma, o quizá sólo hace aflorar la verdadera naturaleza de cada uno, hasta llevarlos al límite de su resistencia para al final ver esfumado su sueño de dinero fácil, lo que los hace volver a su realidad, quizá con las mismas carencias pero viéndose a sí mismos con otro enfoque.

A la noche siguiente, cuando terminé de leer Paradise Alley, no pude evitar relacionar a esos buscadores de oportunidades con mi conecte bibliográfico. Los protagonistas de la novela, Rosco, Lenny y Victor Carboni, estafador el primero, embalsamador el segundo y repartidor de hielo el tercero, viven en el día a día de 1946 hasta que, a raíz de un duelo de vencidas, se meten en el negocio de la lucha libre en los tinglados de la Cocina del Infierno, donde Lenny es el promotor y encargado del tráfico de apuestas, Rosco, el de la idea, es preparador físico, y Victor, un tipo grande pero lerdo, lo que se compensa con su encantadora dulzura, se convierte en luchador.

Paradise Alley
También hay película…

Ya inmersos en el negocio poco a poco se van transfigurando: Rosco, al principio ambicioso, ruin, dispuesto incluso a prostituir el cadáver de una mujer con alcohólicos, gradualmente se sensibiliza y termina luciendo como un tipo duro domesticado a chingadazos; Lenny, el embalsamador, es un soldado retirado por lesiones, siempre escrupuloso, centrado, metódico, y al comenzar a ver el dinero fluir va dejando de actuar como hermano bondadoso para parecer más un padrote, el padrote de su hermano, y Victor, el luchador, llega un momento en que, asustado porque ya le ha tomado gusto a golpear gente hasta dejarlos inconscientes, decide mandar todo al carajo porque “me gustaba más cuando sólo éramos hermanos”.

Mi dealer, viejo lobo de mar, es un hombre de más o menos 70 años, habla fuerte y mira fijo, estrecha la mano con esa firmeza que se aprecia y habla con la seguridad de quien sabe lo que hace. Esas eran sus principales virtudes cuando se dedicaba a vender publicidad para un periódico local, por eso en aquel entonces la empresa tenía mucha solidez financiera, de lo que hoy no puede presumir. Pero además de eso fue corrector, editor y diseñador, siendo mal recordado por aquellos con quienes tuvo algún desencuentro y reconocido por quienes conocieron su trabajo.

Hoy, jubilado por otro periódico, ya no por aquel al que tanto levantó, se dedica a vender libros leídos (en su caso no me gusta eso de “libros usados”) para complementar la raquítica pensión que recibe. Alguna vez le pregunté por qué no cambiaba de giro, digo, por aquello de las ganancias, y fue tajante: “Porque si no los vendo por lo menos los leo”. Aunado a eso, durante las vacaciones, en compañía de personas afines, imparte clases de ajedrez a niños y adolescentes del fraccionamiento, entre quienes organiza pequeños torneos en los que el ganador se lleva algún premio más bien simbólico dado que no les cobra ni el curso ni la competencia, sólo quiere compartir lo que sabe, lo que le apasiona, y de paso “mostrarles a los chavos que hay mucho más allá del entorno en el que viven y que el ajedrez los ayuda a ser estrategas de su propia vida”.

En fin, así se encuentra uno gente por el camino, cosa nada más de salir de la burbuja y voltear a los lados para conocer esas historias que están ahí, listas para ser escuchadas. Sólo espero que nos alcance el tiempo para asociarnos para que mientras él vende libros y enseña ajedrez, yo venda, más que café, tiempo de calidad. Algún día.

Foto de Slide: Javi Sánchez de la viña

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Jorge Amaral

Morelia, 1980. Melómano, amante de la cocina y poeta rehabilitado. Con grandes dotes para el albur, además es narrador ocasional, cronista y articulista. Anduvo por el rumbo de Filosofía, tuvo un centro botanero, ha sido obrero, carnicero, Godínez, funcionario, grillero y vendedor de micheladas. De oficio periodista, escribe donde se deje. Demasiado joven para vaca sagrada, demasiado viejo para joven promesa.

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