Para comenzar a departir sobre el absurdo y su filosofía, Camus señala que la pregunta fundamental que el pensador debe hacerse en primer término es sobre el suicidio, sobre si la vida vale la pena de ser vivida.
Por Omar Arriaga Garcés
Si hay nueve planetas en el sistema solar o si las categorías del espíritu son ocho o doce, todo eso viene después. Lo importante es saber si en un mundo que cada día nos parece más extraño y del que, paradójicamente, podemos explicarnos menos cosas, la vida vale la pena.
Pero claro, la visión de Camus del suicidio aparece recortada de un contexto específico: el de las guerras civiles europeas del siglo XX y de acuerdo a que quitarse la vida es una cuestión personal más que social, una decisión que uno toma (morir es un verbo que sólo se conjuga en primera persona). Pero no era así para los griegos (no porque alguien más pudiese morir en lugar de cada griego, claro).
Entre el tiempo que va de Pitágoras a Platón el suicidio no era considerado una vía de escape, ni quien lo practicaba era visto como el centro de un atentado contra sí. Es más, valiente era la persona que terminaba su vida por propia mano; debía tener un alma pura, ya que se atrevía a tal. Concepción distinta es también la japonesa, al menos antes de la era Tokugawa, cuando los samurái terminaban con su vida por un conflicto que se había tornado irresoluble y del que no conseguirían honor alguno (el llamado seppuku).
Esto contrasta en demasía con el Japón de nuestro tiempo, aunque alguna herencia de honor ha debido quedar para que la práctica del suicidio sea tan extendida. Hasta 30 mil jóvenes de entre 20 y 44 se han quitado la vida en la isla oriental cada año desde 1997 (t.co/4xcCTB4Gmw), una de las tasas más elevadas del planeta. Los motivos: depresión, desempleo, presión social, en una palabra: a una sociedad tan tradicional como la japonesa le ha costado convertirse en un centro industrial, con un ritmo de vida por entero distinto.
Así parece que le pasa a los personajes del más célebre libro de Haruki Murakami, el escritor de moda nipón: un amigo del narrador que se suicida inhalando gas, al parece frustrado amorosamente; una joven esquizofrénica que se siente culpable y se ahorca de la rama de un árbol; y una mujer casada con un hombre (amando a otro) que se abre las venas con una navaja de afeitar.
La película del iraní Abbas Kiarostami, El sabor de las cerezas, muestra a un hombre de mediana edad en busca de quien pueda echarle 20 palas de tierra encima una vez que se suicide. Durante su trayecto, un joven seminarista le comenta al saber sus intenciones que no es de Dios eso de andar matando, y que matarse a uno mismo sigue siendo matar.
“El Corán prohíbe maltratar ese cuerpo que Dios nos ha prestado”, algo así le dice; detalle en el que con seguridad no reparó el también iraní Sadegh Hedayat al dejar abiertas las llaves del gas para acabar con ese cuerpo que dios le había prestado. Escritor notabilísimo el iraní, tan poco leído por nosotros, autor de esa novela (La lechuza ciega) donde se habla de las enfermedades que corroen a las almas inmortales.
En la tradición judeocristiana, ya se sabe, es un pecado capital quitarse la vida, lo que no impide que Enrique Vila-Matas bromee con el tema en su Suicidios ejemplares, pequeño muestrario para quien quiera llevar a la práctica tal acto. No hay gran diferencia para la psiquiatría o la medicina modernas. Debe ser un enfermo el que se suicida.
Y sí: problema de salud mental lo consideró el pasado septiembre el secretario de Salud de Michoacán, Rafael Díaz Rodríguez. ¿Cuántos suicidios hay al año en el estado? Aproximadamente 150. Cinco mil en México. Y un millón alrededor del mundo.
Ahora bien, no todos se suicidan por las mismas causas, como el poeta ruso Vladmir Maikovski, quien no queriendo traicionar al régimen bolchevique pero ya en contra de sus formas, decide tomar la denominada “salida fácil” (como si uno supiera lo que es suicidarse para venir luego a contarlo). Entre los cuentos de Vila-Matas hay quien sufre la saudade, esa tristeza sutil e incontrolable que un buen día toma a los que viven en ciudades porteñas (el término es portugués). No a todos, por supuesto.
Ni que decir de los que sienten el llamado de un otro mundo, como Rosa Schwarzer ante el humo azul de África, o buena cantidad de poetas románticos. Incluso, hay un cuento del barcelonés en el que el llamado del diablo se escucha. Se dice que en la crisis del 29 muchos hombres de negocios se arrojaban desde varios pisos arriba porque habían perdido toda su fortuna.
¿Será suicidio arrojarse cuando un edificio arde en llamas como el 11 de septiembre de 2001? ¿Será suicidio arrojarse a una hoguera para que el mundo recobre su fluidez y la vida pueda ser posible? Sí, el suicidio es el acto por excelencia en las diversas mitologías, y toda historia comienza con el asesinato de dios (pero si es dios sólo éste puede quitarse la vida).
Con todo, las dos motivaciones más claras que parecen tener quienes se suicidan responden al amor (o mejor dicho, al desamor) y a lo absurdo que ya resulta la vida (volviendo a Camus). Los personajes de Murakami dan buena cuenta de la primera causa. En tanto que sigue siendo inexplicable la segunda para la gran mayoría (El club del suicidio de Stevenson es una narración genial al respecto, mítica: cada noche le toca a alguien morir y el presidente del club se queda con las posesiones del ultimado).
Viendo las cosas desde esta perspectiva, parafraseando a Antonin Artaud, uno muere una vez (fisiológicamente hablando) pero nace muchas veces a lo largo de la vida; si bien, cada nacimiento implica ya una muerte. Quizá no todos tomemos la “salida fácil”, pero de que la muerte es un asunto que nos concierne quizá más que la vida, resulta innegable. Quizá por ello, frente a esta cuestión, todas las demás cuestiones sean de una vulgaridad y una ineptitud tal que la pregunta fundamental de la filosofía y de la ciencia sea para Camus si la vida merece la pena de ser vivida.
Y prefiero la respuesta que a esa cuestión brindó Juan García Ponce, el escritor mexicano que al saber que le quedaban seis meses de vida, por una enfermedad incurable que le paralizaría al final, pensó en matarse. Por fortuna para nosotros, que ahora podemos leerlo, no lo hizo. ¿Cómo se sentirá morirse? ¿Qué pasará en estos seis meses? ¿Qué tal si…? Y la curiosidad y la sensualidad de la vida, y el sabor de las cerezas le ganaron, como buen pornógrafo que era. Y vivió otros treinta años. Y escribió sus mejores libros. ¡Salud por quienes se suicidan, y salud por quienes se quedan!