Por: Francisco Valenzuela
Dicen que los ochenta es la década pérdida, que en ese lapso se produjeron cosas espantosas no sólo en música, sino en televisión, cine, moda y otras cosas. Algunos estarán de acuerdo, otros no tanto, pero en lo particular los ochenta significaron la década de mi niñez y adolescencia, la etapa en la que, según algunos psicólogos, el hombre se forma criterios basado en lo que tiene alrededor. De los pocos recuerdos que tengo de mi infancia (además de una maestra muy fea en el kinder y mi temor a la serie de Hulk, el hombre increíble) están las fiestas infantiles organizadas por mis hermanos y vecinos. Estamos hablando de 1982, yo vivía en la Ciudad de México y el presidente era un infeliz llamado Miguel de la Madrid. En fin, ahí estaban estos amigos y parientes en el patio de mi casa poniendo discos de los grupos del momento: sí, señoras y señores, nada más y nada menos que Parchís*, Timbiriche y el temible dueto de Enrique y Ana. Traumas como éste son difíciles de borrar en el cerebro de cualquier ser humano, por más que los años y las adicciones se empeñen en hacerlo: Lidia, la vecina morena, era la ficha roja; su hermano Alejandro la ficha azul, mis hermanas las fichas verde y amarilla, mientras que mi hermano o el primo Enrique la hacían de comodín, es decir, de dado o ficha blanca (¡cuánta estupidez!). Por mi parte permanecía arrinconado, jugando con mis propias manos e imaginando que éstas eran crueles dragones que se mataban unos a otros; es decir, de ninguna manera me prestaría para semejante ridículo. Era un mocoso de seis años, pero algo me decía que ese espectáculo no era para mí, que alguna otra cosa estaba pasando en el mundo y debía averiguarlo o, por lo menos, esperar paciente a que llegara a mis manos, vista y oídos.
Pero no era todo, si la música infantil aturdía mis finos oídos, qué decir de las resonancias salidas de la consola Philco a la hora que llegaba mi padre de trabajar. Damas y caballeros, en 1982 Michael Jackson lanzaba el multipremiado Thriller, Aerosmith emergía con Rock in a hard place y The Clash cimbraba a las buenas conciencias con el Combat Rock. Pero nada de eso había en casa y sí los 15 corridos a caballo, interpretados por Antonio Aguilar y su fiel esposa Flor Silvestre, o Ella canta lo romántico de Juan Gabriel, de la hispana Rocío Dúrcal, sin que faltara Lo mejor con la mejor, de la iracunda Lupita D´alessio, a quien mi mamá le rendía incuestionable idolatría. De ninguna manera quiero que esto se lea como un reclamo a mi hogar, mucho menos en estos días en que todo México le brinda tributo al Charro de México, sólo es que no dejo de pensar que si una influencia más occidentalizada y menos patriotera se hubiera acercado a ese simpático niño, mi cultura musical sería algo encomiable.
Y sí, pasarían aun varios años para que la rebeldía rocker se acercara al menos a un ápice de distancia. En tanto, y un poco más crecidito, seguí sufriendo los discos de, esos sí, malísimos artistas de la década perdida tales como Karina, Yuri, Ana Gabriel, Yoshio, Sergio Fachelli y hasta el Buki, una vez que la familia se mudó del DF a Michoacán. Pero curiosamente el cambio de residencia, de la gran ciudad a la provincia, me traería mi primer acercamiento con ese “algo diferente” que sabía estaba por ahí. Un buen día llegó mi padre, que aún trabajaba en la Ciudad de México, con varios LPs bajo el brazo. Sereno, o más bien indiferente, se me acercó para decirme: “Mira, hijo, aquí te manda estos discos tu tío, dice que a lo mejor te gustan”. Se trataba de una joya y dos básicos: por una parte el Volumen II de Led Zeppelin, acompañado de una rareza de los Dugs Dugs y una recopilación de la entonces banda respetable Three souls in my mind. Nos ubicamos en 1987, una vez pasado el temblor y la mediocre participación de la Selección Mexicana en su mundial. Esos primeros discos representaban la llegada de lo que tanto había esperado, guitarras chillantes, voces del más allá y actitudes incorrectas. Por esas fechas saldrían a la venta otras tapas como Appetite for destruction, de Guns & Roses, Rattle and Hum, de U2, Doble Vida, de Soda Stereo, The Queen Is Dead, de los Smiths y Yo te avisé, de Los Fabulosos Cadillacs. Cada uno de ellos llegaría a mi tocadiscos personal en diferentes momentos, en tanto, repetía una y otra vez mis tres únicos discos de rock, alternándose con las baladas y las rancheras de los otros integrantes del hogar. (En ese mismo año una bomba puesta por Theodore Kaczynski, más conocido como Unabomber, estallaba en Salt Lake City, pero eso no tiene nada que ver con este texto, ¿o sí?)
Desde entonces he tenido varios ídolos: lo fue Jim Morrison y su poesía, Kurt Cobain y su pesimismo ante la vida, Michael Jordan con sus 50 puntos por partido, el Yayo de la Torre con sus goles para las Chivas y hasta la Maldita Vecindad con su retrato del México de fin de siglo. En otras ramas, Bukowski, Fante y Tarantino me han azotado en viajes sin regreso.
Ahora carezco de alguien a quien idolatrar. Lo hice desde que leí a Nietzsche y me topé con frases como ésta: “Para mí todos ellos me parecen locos, menos trepadores e impetuosos. Su ídolo, ese frío monstruo, huele mal. Todos ellos, esos idólatras, huelen mal”. Chale, pinche filósofo amargado.
Tiempo después me enteré que el ahora rocanrolero Enrique Búnbury fue suplente de Parchís, y que incluso llegó a tener presentaciones en vivo sustituyendo a quien estuviera indispuesto…
*Economista, periodista y hasta conductor de radio. Su blog: www.uninmoral.blogspot.com