“Discúlpeme, no le había reconocido: ha cambiado mucho”, parecen comentarle los mexicanos a Andrés Manuel López Obrador, virtual presidente electo, como en aquella frase que hiciera famosa Oscar Wilde. Sólo el hombre absurdo es el que no cambia nunca, pero esos hombres ya no nos interesan, están desapareciendo al final, como superhéroes cutres en una película de Marvel. Se desintegran veintidós partidos políticos que perdieron su registro en veintiocho años. Y Aun así, no se puede cambiar el curso de la historia con base en cambiar los retratos colgados en la pared. Todos piensan en cambiar el tejido del país, pero nadie piensa en cambiarse a sí mismo. Pareciera que se vive esperanzado en el futuro de nuestro país legándolo sólo a una persona, esperando que todo cambie sin que nosotros trabajemos en ello; estamos atados a nuestro pasado derrotista, creyendo que una fiesta el primero de julio solucionará el curso del país, en estos días pareciera que todo ha vuelto a la normalidad: nos mantenemos en una zona de confort inalterable.
Debemos construir nuestro ser político desde el primer núcleo, desde los cimientos que nos construyen, y para ello debemos colaborar con el nuevo gobierno, no solo alabarlo; ser críticos, aprender y desaprender, adquirir y modificar juicios. El cambio democrático hace a los países potencia, nos lleva al primer mundo, nos integra al mapa mundial del que hemos sido desplazados.
El resultado de la elección presidencial en México podría cambiar no sólo al país, sino a su relación con los Estados Unidos. El presidente electo gobernará durante seis años, bastante tiempo como para renovar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y otras políticas económicas, además de establecer nuevas normas para la seguridad.
Hoy se respira diferente en México, pero no debemos caer en utopías, sino en escenarios: el político no es la carrera ni el compromiso que tiene por delante, sino el pasado que lleva por detrás. Aquí, una retrospectiva de un posible cambio, uno fundamental, con objetivos y valores que conllevan a la tolerancia.
Andrés Manuel López Obrador —a menudo descrito por la prensa como un “populista”—, es más un pragmatista con una estrategia persistente política desde hace doce años.
AMLO formó Morena después de los años de regeneración que comenzaron en el 2006, cuando impugnó su derrota con una “sentada” masiva pública sobre la Avenida Reforma. Durante aquella reunión, se declaró como presidente legítimo de México y exigió un reconteo de votos. Las autoridades electorales lo rechazaron —a favor de Felipe Calderón— y más tarde quemaron las boletas, destruyendo cualquier prueba del fraude de la elección. Los abogados del Congreso de López Obrador trataron de sabotear la inauguración del presidente Calderón, pero todo fue inútil
AMLO había sido un alcalde “moderado”, que trabajó junto con Carlos Slim para reconstruir el centro de Ciudad de México. Su impugnación de la elección presidencial causó críticas ásperas en su partido —entonces izquierdista— (PRD) y se perdió todo el control sobre ello. Como los adversarios se posicionaron, Andrés Manuel López Obrador giró a una estrategia de bases. Durante los próximos cinco años —a partir de 2006 hasta 2011—, visitó los 2 mil 438 municipios de todo México, para plantar las simientes de su nuevo partido: Morena.
Al principio, estableció Morena como una organización no gubernamental, con la intención de provocar a la política mexicana. Esa organización no gubernamental se mostró bastante robusta como para convencer a los tres partidos de izquierda. López Obrador había vigorizado una base lo bastante fuerte, que incluyó el apoyo de uno de los partidos de izquierda que hoy declinan.
Pero López Obrador perdió su segunda oferta para presidente frente a Enrique Peña Nieto, que contó en el apoyo de las élites de México —y de su televisora más poderosa—. Peña Nieto había creado una narrativa fantástica para él, de telenovela, y la había endosado con un matrimonio estelar. Pero López Obrador mantenía sus posiciones —ya aseguradas— para sus legitimistas en el Congreso, y en 2014 elevaron a Morena de una organización no gubernamental a un partido político formal.
La tercera oferta de López Obrador por la presidencia triunfó el pasado julio en un encanto afortunado por parte de los electores. Morena fue el partido más sondeado para la representación en la mayoría de las casas del Congreso, y en cuatro de nueve cargos a gobernador —incluyendo la joya de corona: la Ciudad de México—.
López Obrador aumentó su popularidad con la ayuda de un hombre de negocios: Alfonso Romo, quien bosquejó la plataforma a favor del negocio de Morena. Esto incluyó el apoyo al Tratado de Libre Comercio. AMLO también atenuó su retórica para asegurar una alianza con el Partido Encuentro Social y añadió a su equipo a dos antiguos presidentes de comité del PAN. Uno de ellos es Germán Martínez, quien sirvió en el gabinete del presidente Calderón y que compitió por un asiento en el Senado bajo la bandera de Morena. El otro es Manuel Espino, quien fuera el líder de la “Cazuela” durante el gobierno de Calderón, pero que promovió a Morena en estados conservadores como Yucatán.
La carrera fue atenuante, una carrera de larga distancia, donde lo importante fue dar un paso a la vez, sin darse por vencido, ser perseverante, mentalizarse para vencer el cansancio y el deseo de claudicar. Pero no todo está escrito, tenemos que juzgar y ayudar, la utopía es el principio de todo progreso y el diseño de un futuro mejor, como escribió Paul Abbey: el cielo es el hogar. La victoria está aquí. El Nirvana es ahora.