Ella lo mira como si no hubiese nadie más. Como si ayer y hoy fueran medidas absurdas. No existe necesidad de hablar, es más, lo mira como si esa estupidez de la que tanto se jactaron y le llamaban —entre bromas— “vida”, no importara.
Él la ve como si su única intención fuera besarla hasta saciarse. Está metódico, calculador, sólo esperando el momento exacto para robarle un roce de labios y despojarle tiempo a la muerte.
La tarde no es lluviosa, ni siquiera está nublado. Es pleno abril y la flora adorna todo con pequeñeces, pequeñeces tan importantes que se han vuelto imprescindibles para una escenografía perfecta: camelinas, eucaliptos, pinos, rosas y demás, inclusive se escucha como cantan las urracas.
Callan un momento porque ella intenta encontrar la palabra, el adjetivo perfecto que explique lo que fue, lo que vivieron en siete años. No lo encuentra. Se da por vencida al creer que no existe en ese idioma una palabra que defina el cúmulo de altas y bajas de su relación. Frunce el ceño y suspira.
Él intenta abrazarla con un movimiento rápido, uno en el que, en caso de ser rechazado, no resulte humillante volver a su lugar. Ella se saca hacia atrás y lo empuja levemente con su mano derecha. Él arquea las cejas en señal de duda y se rasca la cabeza con la mano izquierda. Sabe que no es fácil.
Ambos están confundidos.
Él mira hacia abajo un poco decepcionado, pero no se rinde e intenta localizar en sus recuerdos algún juego de palabras o una broma precisa para el momento, algo que relaje la cuerda que se ha mantenido tensa desde hace semanas. Algún libro que hayan leído, una película que hayan visto o cualquier otro pasaje de su historia. Pareciera una tarea sencilla después de siete años de noviazgo, pero no lo consigue. Sólo peleas hay en sus recuerdos. Se pendejea en su mente mientras aprieta la mandíbula.
Ella sigue sin hablar. Se indigna porque él intentase abrazarla. “¡Qué cabrón, irrespetuoso!”, piensa, como si él nunca la hubiera visto con falda y le hubiera dicho al oído, aludiendo a sus piernas, “qué bonitas, a qué horas abren” provocando la risa de ella. Él ya no es más un hombre divertido. Ahora es el guarrillo que intentó meterle la lengua por el oído en pleno sexo.
Él la ama, eso cree, pero también se indigna. “Salió muy recatada” se dice. No es la misma de hace un par de años, aquella que le tronaba granos de la espalda o que se reía con unas carcajadas flemosas que nunca le gustaron pero que necesitaba.
Necesidad era la palabra que ambos buscan en su breve diccionario mental, pero la tensión del momento, el silencio absoluto de sus voces o el emputado calor que les derrite la dermis, no deja que piensen bien.
Ambos se molestan. “¡Pendeja!” piensa él. “¡Puto!” quiere espetarle ella. Desde hace un par de semanas hablar se ha vuelto un hábito obsoleto, basta con ese duelo de miradas para discutir.
“Te amo” rompe el silencio en un intento de recuperar la intimidad que alguna vez tuvieron. “Yo también, pero…” ella hace una pausa. Ese “pero” nunca se había presentado, ni siquiera cuando él la invitaba a marchas o mítines. Se vieron evolucionar desde ser especímenes socialistas que pregonaban la palabra de Marx, usaban guayaberas y tejían atrapasueños o hacían tatuajes de gena para sobrevivir, hasta ser un par de Godínez con el cabello siempre corto y recogido, las nalgas chatas de tanto estar sentados leyendo Padre Rico Padre Pobre. Ese “pero” era lapidario, significaba que algo sin solución ocurriría. Él siente que algo en el torso le aprieta, se toca la parte afectada al lado izquierdo del pecho, cree que le duele mucho lo que está por venir y le romperá el corazón, pero se equivoca: es sólo gastritis lo que tiene.
“¿Qué ocurre?” indaga él como si no lo supiera. Como si no estuviese al tanto de que ella ya no siente lo mismo que tanto presumían en Face. Hace un año que el sexo con ella no representa más que el mero desfogue natural. Únicamente saciar una necesidad física que bien podría ser satisfecha con una mano. “¿Pensará que soy aburrido?” se pregunta de forma paralela a todos los recuerdos que le llegan, lo hace como si no pensara lo mismo de ella.
“Pero… —suspira fuerte— últimamente no ha sido lo mismo”. Ella le toma la mano por miedo de que uno de los dos se desplome y caiga de la banca verde de metal –misma que está a nada de calcinarles el culo. “¡Qué babosada acabo de decir!” —se reclama en silencio. Ella también siente que él no es atractivo. Hay compañeros del trabajo que son mucho más guapos y que también asumen más el compromiso que él.
Ella siempre quiso ser una princesa, pero no le agradó el chico mamón del BMW que le tiraba la onda en la facultad, le gustó el rascuacho que corría atrás de un camión Alberca para que no lo dejase, no importaba que se tuviera que ir colgado de la puerta arriesgando la mema en cada semáforo.
Él mira a alrededor esperando ver algo que le demuestre que eso no es real “una mala noticia no se debe de dar en un día tan bonito ¡carajo!” –piensa. “¿Será que ella quiere romper en serio? ¿Qué siete años en su historial no le significan nada?” Se equivoca. Esos siete años le pesan a ella tanto como a él. Están agotados. Consumen el tiempo y vida del otro. Hace seis ciclos que apenas eran extraños jugando a “ser novios”, después pareja y amigos sinceros, al cuarto año ya se habían anexado uno al otro. Salir a una fiesta le significaba tener que coincidir en el día de descanso.
“Pero yo te amo a ti” —le chilla él y no es mentira: él la ama; con el trabajo, el estrés y las extensas llamadas que acostumbran, jamás se dieron tiempo de conocer a más personas… de amar a alguien más.
“Sí… —vuelve a suspirar, pero esta vez le roba el aliento al mundo— pero creo que debemos terminar”.
“Creo” es una excelente excusa para justificar la decisión que se ha tomado, pero ahora ha pasado a ser una palabra sin sentido. Ella en realidad no lo cree, sino que está segura, y no sólo ella: sus amigas, familia e incluso él está consciente de que el “debemos terminar” es inminente.
Ya habían contemplado que eso sucedería, no les molestaba e inclusive bromeaban de ello comentando quién sufriría más de los dos: ambos sufrieron igual. Fue un empate.
Piensa en cuestionarla si es que acaso ya no lo quiere como lo hacía antes, pero es ocioso hacerlo. Ya no hay nada que salve su relación: ni los poemas de Sabines o de Neruda, ni las frases que se chingaba de las películas de Ryan Gosling o Aston Kutcher, es más: ni las analogías existencialistas.
Estaban terminando y no había más que decir.
Ella se levanta, se marcha dejando su aroma a crema de vainilla. Él se queda sentado, inmóvil, no le responden ni los lagrimales ni nada. No lo animan las bromas ni los recuerdos. Ella se marchó de su vida, no pelearon, sólo dejaron de importarse.
Le tiemblan las piernas. Ve cómo se pierde a la distancia, con ese contoneo de caderas que tanto le gustaba. Ella no cae, como supuso él que haría al momento de romper. Pensó que uno no podía vivir sin el otro.
Quiere ir tras ella. Sabe que la cadena que los unía se volvió necesidad, al fin entiende esa palabra de cuatro tumultuosas sílabas.
Se queda estático. Le pesa la ausencia de ella, se altera. No sabe qué va a ocurrir y eso le asusta. Pero después de un minuto, se da cuenta que sigue respirando, qué no murió.
Se vuelve para ver una vez más a su alrededor: hace siete años que no prestaba atención a los detalles del ambiente. Tiene siete años también que no cambian esa banca de lugar. Misma que vio nacer y morir la necesidad más hermosa que él había tenido.
*Foto de portada: Flickr/David Chao