Otra epístola que llega desde una región desconocida. No sin pudor, respondo: ¿Quién soy yo para merecer tus prolongados silencios, las gravitaciones secretas de tus palabras, el corazón dilatado y fino que se estremece ante la música de M.? ¿Nunca te dije que yo escucho música para impresionar a mis amigos? ¿Añoras cada una de mis palabras? ¿No reparas acaso en que mis palabras no son dignas de las tuyas? “¿Es posible que alguien espere con impaciencia, con ansiedad, observándome desde lejos con ojos claros, escuchando con la respiración contenida mis pasos que se aproximan?”, escribe Papini. Y más adelante: “¿Qué soy, sino un pobre poeta vergonzoso que esconde sus torturas, igual que una mujer avara esconde sus collares? ¿Qué soy, sino un trágico peregrino, orgulloso de su gran capa, pero que no sabe encontrar su casa y su cama?”.
Llegan tus palabras desde una órbita lejana, ignota para mí, radiantes de luces y sombras, como extrañas criaturas que mis brazos torpes intentan apresar (con la intención de cuidarlas, observarlas por largo tiempo). Llegan tus palabras como negras mariposas dolientes. Las contemplo en silencio y me embarga una fría nostalgia de lo que nunca he poseído, de lo que nunca ha querido poseerme. Se regodean ante mí, henchidas de suficiencia, para luego marcharse y dejarme solo, desarmado. Sin mis propias palabras.
He llegado a pensar que nunca han sido mis verdaderas compañeras, a pesar de que con frecuencia hablo de ellas ante los demás, las presumo, las defiendo, las justifico ante la vida. ¡Oh, si tan sólo supiera que ellas se ríen de mí, a mis espaldas, que se organizan para darme la sensación de que escribo, de que no les soy indiferente! ¿Por qué no habrían de quedar hipnotizadas ante las tuyas? ¡Si son tan misteriosas, tan hermosas, tan lejanas! Reposan y vuelan en un mundo que yo desconozco, que apenas atisbo. Déjame siquiera elogiarlas, sin hipérboles. Déjame sentir que las palpo, las acaricio, me miran, se sonrojan, se enamoran de mí, me añoran, sueñan conmigo. Sí, déjalas soñar conmigo, aunque todo sea una mentira.
Déjalas danzar conmigo. Déjame, a su vez, soñar con ellas, porque tengo el alma de niño, porque me gusta llegar a la orilla del río y embelesarme con la danza fortuita de los peces, porque me gusta salir a cazar mariposas por las tardes, porque me gusta mirar las estrellas multiplicarse en la noche insondable, porque a veces pienso, que caen y resbalan por el techo de mi choza de madera.
Anoche soñé que escribía un poema. No recuerdo bien las palabras; solamente recuerdo que me sentía satisfecho con lo que había escrito. Sentí que era bueno morir así. Como en en sueño bajo el cielo de Arabia, no quería despertar. Quise desafiar las leyes de los sueños, pero fue imposible. Me esforcé por recordar a la mañana siguiente mi poema. Mis intentos fueron vanos. Cuando desperté, mis sienes y mis párpados dolían:
A veces amanecemos fríos
y oscuros
y cansados,
sin ninguna otra certeza
que la desdicha en nuestros labios.
¿No te gustaría leer mi poema? Puedes ir a buscarlo si deseas, porque yo lo he perdido para siempre. Reposa en un escritorio muy viejo, junto a ciertos libros cuyo nombre tampoco recuerdo; por la ventana una luna ilumina la estancia, una luna lánguida y amarillenta, como aquella noche bajo los resplandores de Arabia.
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