Por Omar Arriaga Garcés
Subiendo las escaleras eléctricas para llegar al cine en el tercer nivel y, desde este punto, volviendo la vista a los inferiores, a los negocios entre los que la gente se desborda, me parece hallarme en Perisur o en un centro comercial de la India del que sólo vi una foto en Internet, casi idéntica a la postal que se desarrolla en este momento frente a mí.
También recuerdo las palabras de una amiga que me dijo que antes de 2008, es decir, de que las cosas se pusieran tan complejas en ciertos lugares del estado, no sale más a carretera para visitar otros pueblos y otros municipios. “Tenemos que ir a los centros comerciales a dar vueltas como moscas, al lado de los aparadores, o como animales de zoológico, domesticados, que sólo pueden, estando encerrados, fingir que pasean libres”. Y vienen a mí ahora sus palabras.
No sé hasta que grado resulten aplicables, aunque deben serlo en algún sentido, sobre todo para ella que siempre salía en pequeños viajes a conocer nuevos rincones. Voy a la taquilla y solicito los boletos. Para mi sorpresa, además del lapicero que me regalaron cuando iba subiendo, en este Cinépolis no tienen las complicaciones que hay en el del Centro Histórico y me entregan las entradas de inmediato. Se trata de una película rusa, de la Semana de la Crítica en Cannes, Themajor, de Yuri Bykov, como nombre de varias amigas, aunque éste es hombre, creo.
La película no decepciona, apenas iniciar la tensión puede respirarse en la sala, y así hasta el final. “Todos somos humanos, pero cuando cruzamos la línea nos volvemos bestias”, expresa uno de los personajes, un policía que le da alcohol a la madre. Y tiene razón, creo, en lo que dice y en darle alcohol a la madre, que está destrozada.
Sobolev va a tener un hijo, su esposa está en labores de parto en una ciudad contigua y éste maneja a toda velocidad por las frías carreteras blancas de la madre Rusia. En vez de fijarse y tomar precauciones, totalmente nervioso, Sobolev acelera cuando ve a Irina y a su hijo de siete años, Daniel Kolya, atropellando a este último. A partir de ahí, la crueldad darwiniana de la condición del ser humano que tanto exploran los escritores rusos, se muestra en toda su magnitud.
Desconcertado, Sobolev llama a dos hombres para que lo auxilien con el accidente, pero después experimenta una intensa culpa y se arrepiente de haberlo hecho. Aunque es demasiado tarde. Las acciones se suceden rápidamente, sin que pueda controlarlas. Irina padece, además de la muerte de su hijo, inequidades que recuerdan el funcionamiento de quienes imparten justicia en México. Junto a su esposo, clamará por un ajuste de cuentas, sin saber que Sobolev es en realidad “the major” (el jefe) de la policía de ese departamento ruso, y que uno tras otro sus compañeros, incluso mandos superiores y algunos otros que pudieran ser funcionarios de alto rango o, ya de plano, capos de la mafia, se interpondrán entre el crimen de Sobolev y su necesidad de ser castigado para limpiar en algo su consciencia.
Un drama de altos vuelos, de dilemas éticos, de desnudez humana; una historia contada a la perfección, con pocos recursos económicos pero con maestría, cuyo centro radica en torno a la cuestión del mal, a la naturaleza del hombre. ¿Es que el ser humano tiende al mal por naturaleza? Así parece indicarlo esta película. La respuesta podría ser: el hombre propende al mal porque es vulnerable y finito, y cuando cruza cierta línea se convierte, tal como lo dice uno de los personajes, en un protervo animal de presa. Un filme más que recomendable, imperdible.