Por Raúl Mejía
Hace unos días terminé de leer un libro interesante y de reciente aparición: La tiranía del mérito, de Michael J. Sandel. No sé si a ustedes les ocurra. A mí, sí: cuando leo un libraco y me mueve acá, bien cañón, siento la obligación de cacarearlo, recomendarlo… es el caso de La tiranía del mérito.
No es un libro fácil. No puede uno decir “saless, me lo echo en una sentada”. No. Está “trabajoso”, pero la recompensa vale el esfuerzo y confieso algo: antes de la lectura era un fan del mérito; cuando llegué al final lo sigo siendo. Cierto, Sandel me dio una sacudida memorable, aunque, ya más sereno, me puse a contextualizar la información: el análisis detallado del asunto abordado está circunscrito a la realidad estadounidense, pero tiene ribetes aplicables a México.
En nuestro país también tuvimos (y tenemos) una banda de genios educados en universidades privadas, prestigiosas -y frecuentemente de la Ivy League- que decidieron qué era lo mejor para el mundo. Pulularon como cucarachas de tierra caliente, se conocieron como The Masters of the Universe, Chicago Boys y otras denominaciones de origen. Todos felices de ser tan brillantes, de saber tanto, de ganar tanto, de merecer tanto gracias a sus méritos. Con esos chicos educados en nichos como Cornell, Princeton Columbia y otras sedes del saber que con sólo escucharlas uno asume su medianía, nada podía salir mal… hasta que, en efecto, todo salió muy mal.
Para mi fortuna (y la de ustedes) me topé con una participación del autor en un sitio de internet llamado TED. Seguro lo conocen. Ahí sale Michael Sandel y en casi nueve minutos da forma a sus ideas plasmadas en el libro de marras. Eso facilita mi recomendación y hace menos extenso este artículo (la contingencia en estos asuntos no es una de mis cualidades). Aquí les dejo el link por si les interesa.
Va un resumen de las palabras de ese chamaco: empieza preguntándose qué nos pasó en los últimos cuatro decenios de la globalización galopante como para terminar tan enojados, divididos, agraviados y con ganas de pelear en nombre de las convicciones o por “quítame estas pajas”. Un entorno, el actual, que ha lesionado seriamente nuestra vida cívica y nos tiene con unas ganas genuinas -y perfectamente explicables- de encontrar no a quien nos la hizo, sino a quién nos las va a pagar.
Clásico.
Micky dice: lo que nos tiene tan encabronados es la brecha que separa a los ganadores -esos arrogantes tan seguros de sus méritos como para disfrutar de los beneficios de la globalización- de los perdedores -esos infelices que se tragaron la píldora del mérito, víctimas de un esquema económico y político que los excluye por sistema: si les ha ido mal en la vida y no consiguen buenos trabajos… es porque no se metieron a la universidad y se merecen el infortunio. ¿Qué les costaba meterse a estudiar una licenciatura, luego un doctorado y luego un postdoctorado?
En suma, se les hizo creer que si estaban jodidos… era porque se lo merecían. Eso les pasa por no estudiar.
Así inicia el video de Sandel pero voy a meter mi cuchara. Del asunto económico y laboral del mundo neoliberal se ha escrito mucho, pero les chismeo algo personal: allá por el año 1996 mi entonces suegro (Gerardo, gran lector) puso en mis manitas un libro perturbador de Viviane Forrester titulado El horror económico.
En sus páginas se anticipaba, con tintes siniestros, el resultado -hasta ese momento- de la religión globalizante en materia de empleo, la brutal estratificación de los trabajadores y la certeza, incubada en la mente de los obreros, técnicos y personal prescindible, de que si perdían el trabajo era “por su culpa”, por no estar a la altura de los retos de los nuevos tiempos.
De verdad, si el tema les interesa, compren el libro de la Viviane. Está en el Fondo de Cultura Económica. Sin ambages se los espeto: es un librazo. Si de plano andan con ganas de emociones fuertes, nada mejor que llegarle a un libro de Jacques Atali publicado en 1992 titulado (en inglés) Millenium: winers and losers in the coming order.
¿Por qué soy tan mamón y lo pongo en ese idioma en lugar de usar el español? Tiene sus motivos: en ese idioma, el título tiene connotaciones acordes con el libro de Sandel; en español se llama, simplemente, Milenio. No dice nada pues.
Vuelvo con Micky: el escenario de la desigualdad parte de una creencia: si todos tienen las mismas oportunidades, los ganadores merecen sus triunfos. Esto es la base del ideal meritocrático, pero no todos tienen las mismas oportunidades. Si a eso le agregamos que los padres de los niños ricos ceden toda la panoplia de relaciones a sus hijos e hijas, la falla de origen salta a la vista. En el libro hay un capítulo ilustrativo de este asunto que los dejará no sorprendidos, sino seguros de una cosa: eso opera en México también.
Quienes tienen (lo digo en presente porque sigue funcionando de esa manera) un origen familiar opulento y además suerte, se vuelven arrogantes y seguros de merecerlo todo por su excepcionalidad. Para estas personas, ni el azar o la buena fortuna jugaron un papel esencial en su formación. Se merecen todo y los otros, perdedores propiciatorios, se quedan mirándolos arrobados, con envidia o rencor. Terminan por creerse (los jodidos) la farsa: “eso nos pasa por no estar a la altura de las exigencias de la economía global”.
¿Suena conocido?
En Estados Unidos eso fue el pan de cada día durante años y años y años. Parecía todo normal: los privilegiados por un lado y los jodidos allá, lejos, como parte del paisaje. Su rol era admirar a los privilegiados y lamentar ser tan poco aptos para los retos globales. Décadas de resentimiento plenamente justificado encontraron un intérprete ideal: Donald Trump.
Hillary Clinton sintetizaba, en las elecciones gabachas del 2016 a esos sectores pagados de sí mismos adheridos a la “política inteligente”, “las soluciones inteligentes”, “los análisis inteligentes”, “la economía inteligente” y la arrogancia de saberse excepcionales. De esa banda de sabios mamones, la ciudadanía en USA estaba hasta la madre. No debe extrañar que un tipo como Trump haya conectado con esos millones de desahuciados quienes vieron cómo sus empleos migraban a economías más rentables.
¿Era justo? Pues depende. Ese movimiento benefició enormemente a México en la industria automotriz -por citar uno de los cientos de casos ventajosos para nuestro país- en donde las empresas gringas podían contar con técnicos competentes de nivel mundial… pero pagados como si fuesen obreros de segunda, en el parámetro de los salarios gringos, se entiende.
El detalle con el cual Sandel analiza este asunto de la meritocracia es de lo más recomendable, pero si me pongo a seguir dos o tres apartados, esto se llevaría unas veinte páginas y no abusaré de ustedes -aunque sí me dan ganas. Para empezar para encaminarnos a una eventual solución de este entorno tan agresivo y polarizado, se requieren tres cosas y paso a parafrasear al autor:
Revisar el papel de las universidades como árbitros de las oportunidades
Quienes pasan una parte sustancial de su tiempo en los campus universitarios y por ende con graduados, suelen no atender una realidad: casi dos tercios de la población gringa no tiene estudios universitarios y es absurdo crear una economía que hace de esos estudios una condición sine qua non se puede obtener un trabajo digno. Es bueno alentar a las personas a estudiar, pero eso no soluciona la desigualdad. “Debemos preocuparnos menos por preparar a las personas para el combate meritocrático y enfocarnos en mejorar la vida de quienes no tienen un título pero contribuyen de manera esencial al bienestar social”.
Devolver la dignidad al trabajo
Y ponerla en el centro del debate político. Trabajar no es ganarse la vida, es también contribuir al bien común y ser reconocidos por eso. No es sólo un asunto de consumir, sino de tener un empleo que permita decir “yo ayudé a construir este país”. Para Georgie, ese sentimiento cívico falta hoy en Estados Unidos. La pandemia del Covid -menciona el autor- ha dejado claro lo anterior. Ha mostrado cuánto dependemos unos de otros. Sobre todo de esas personas a quienes la meritocracia ha visto por encima del hombro: enfermeras, niñeros y niñeras, repartidores, recolectores de basura, bomberos, voluntarios, cocineros, personas que cuidan a los ancianos y un largo etcétera.
Cuestionar las presunciones meritocráticas
Es el momento para un debate público sobre cómo pagar y reconocer la importancia de esos trabajos y de cuestionar las presunciones meritocráticas. Poner las cosas así: “Moralmente… ¿me merezco los talentos que me hicieron progresar? ¿Tengo algo que ver con el hecho de vivir en una sociedad que recompensa el talento que casualmente tengo?
Cuando se insiste en que el éxito depende de cada uno se complica ponerse en el lugar del Otro -con mayúscula. Apreciar el papel de la suerte en la vida puede dar pie a cierta humildad: “si no fuera por el accidente de mi nacimiento o por la gracia de Dios o por el destino, yo no estaría aquí. Esa virtud cívica es necesaria para volver al inicio en que la severa ética del éxito no existía. Superar eso nos liberará de la tiranía del mérito y nos dará una vida pública menos hostil y más generosa” -concluye George Sandel.
¿Cómo ven el tema?
El objetivo de parafrasear a Michael Sandel es para animarlos a leer su libro (y de paso los otros que mencioné: Forrester y Atali). Confío en haber logrado mi misión.
Ahora bien, les pido su atención unos segundos para darles un aviso o advertencia: ustedes pueden dejar de leer mi texto en este momento. Lo que sigue es perfectamente prescindible (ya sé: algunos dirán que TODO lo escrito es prescindible) y si continúan la lectura es por puras ganas de entretenerse. Así pues: están avisados. Lo que sigue es opcional… si les da hueva leerlo no se sientan mal. No lo lean y ya. No pasa nada.
De acuerdo con Sandel, durante lo últimos cincuenta años, dos visiones respecto a lo que es una sociedad justa se han visto enfrentadas: el neoliberalismo y el Estado de Bienestar (que es una forma “benigna” de neoliberalismo, por cierto). Ambas visiones tienen una relación conflictiva con el asunto del mérito. La primera opción fue impulsada por un tal Friedrich Hayek. De manera muy vulgar y grosera, sintetizo sus ideas: se oponía a las iniciativas estatales encaminadas a reducir la desigualdad.
Puesto así de simplón, cualquiera diría “pinche Hayek cabrón”, pero la cosa es más compleja y no tan agraviante (tiene sus razones) pero para avanzar lo dejo así: criticaba la progresividad fiscal y consideraba que el Estado de Bienestar era la antítesis de la libertad.
Los de la banda del Estado de Bienestar, por su parte, tienen su expresión más acabada en un señor llamado John Rawls. Este chamaco, apunta Sandel, sostenía lo siguiente: “Ni siquiera un sistema donde se diera una igualdad de oportunidades equitativa que compensara las diferencias de clase daría una sociedad justa. ¿El motivo? Si las personas compitieran en igualdad de condiciones, ganarían aquellas con mayor talento, pero las diferencias de talento son tan arbitrarias desde el punto de vista moral como las de clase”. O sea: ¿siempre habrá personas con habilidades innatas que tendrán una ventaja sobre los demás y esto debe paliarse?
Pues, sí. Más o menos por ahí va el asunto.
Obvio, personalmente me decanto por la postura de Rawls aunque las cosas no son tan sencillas. Vean esta cita: “Aquellos que han sido favorecidos por la naturaleza, sean quienes sean, pueden obtener provecho de su buena suerte sólo en la medida en que mejoren la situación de los no favorecidos”.
En ese entorno, la fe meritocrática de que la gente merece la riqueza que el mercado le otorgue a sus talentos, hace que la solidaridad sea un proyecto casi imposible. ¿Por qué los triunfadores deben estar en deuda con los miembros menos favorecidos de la sociedad? La respuesta (o una aproximación) depende del reconocimiento de que, a pesar de todo nuestro esfuerzo, no nos autoconstruimos ni somos del todo autosuficientes.
Si por azar formamos parte de una sociedad que valora nuestros talentos específicos, eso es pura suerte (Ronaldo, por ejemplo: un mamón inconmensurable). No se lo debemos a nadie. Hay quienes tienen dones, capacidades que en cierto momento y ciertas condiciones se pagan excepcionalmente bien. Esto se lee muy feo, brutal incluso, pero así es.
Ok. Eso es parte del azar, pero un sentido palpable de la contingencia de nuestra suerte debería inspirar cierta humildad: “si no fuera por el accidente de mi nacimiento o por la gracia de Dios o por el destino… yo no estaría aquí y esa virtud cívica es necesaria para volver al inicio en que esa severa ética del éxito no existía. Superar eso nos liberará de la tiranía del mérito y nos dará una vida pública menos hostil y más generosa” -esto es lo que Sandel reitera al final del video reseñado en la primera parte de este texto.
La opción de un sistema cercano, similar, aproximado al Estado de Bienestar es, para mí, lo menos injusto y dio sus frutos por decenios. Mi generación (los nacidos en algún año de la década de los cincuenta del siglo pasado) fuimos quizás los últimos beneficiarios de ese esquema roto a partir del gobierno de Miguel de la Madrid y sustituido por el “liberalismo social” de Salinas de Gortari. ¿Liberalismo social? ¿En verdad así lo llamó el expresidente?
Hay cosas que sólo en México fructifican, me cae.
Prometo que ya no me voy a tardar. Tengan paciencia y les digo algo: Noam Chomsky no es un santo de mi devoción (tal vez en un 70.45% lo sea aunque me niegue a aceptarlo en público) pero por ahí tengo unas notas que saqué de un documental sobre el llamado “sueño americano” producido en el año 2015. Ahí, el buen Noam soltó algunas cosas que luego desarrolló con detalle en un libro titulado igual que el documental: Requiem por el sueño americano. Los diez principios de la concentración de la riqueza y el poder. Ed. Sexto Piso, 2017. Les dejo el link de una parte del documental. Lo pueden ver completo, claro:
Chomsky no sólo señala los momentos clave para que el sueño americano fracasara; también se detiene en cómo ese sistema realmente funcionó y creó una clase media que fortaleció a Estados Unidos. Un sistema que, sin dejar de lado la ambición o las raterías, estaba cerca del ciudadano y en la promoción de su bienestar, de su seguridad social. En una libreta en cuya portada estaba el escudo de un equipo del calcio italiano, escribí (o transcribí, ya no lo recuerdo) esto:
Hasta la década de los cincuenta del siglo pasado, en Estados Unidos la economía se basaba, en un 40%, en la producción, y lo financiero era apenas el 11%. Con el rediseño de la economía, sobre todo con Ronald Reagan, lo especulativo empezó a ser la norma. La General Electric, por ejemplo, se percató que ganaba más especulando que fabricando lavadoras. Las fábricas se reconfiguraron y pusieron a los trabajadores a competir entre sí y luego a hacerlo con trabajadores de otros países: un trabajador gringo calificado contra uno similar de China o México -ambos, chinos y mexicanos, explotados y mal pagados.
El sueño americano -sigue exponiendo Chomsky- fue en parte simbólico y en parte real. La economía creció, entre los cincuenta y los sesenta, más que en ningún otro periodo (los mismo pasó en México. RM). La quinta parte más pobre de los estadounidenses prosperaba igual que la quinta parte más rica. Un negro (Sic, creo) podía comprar un auto, casa y tener educación. Cuando USA era industrial se preocupaba por sus ciudadanos. Hoy, al mundo financiero le importan los beneficios y para ello utilizan las ventajas corporativas que ofrece México, por ejemplo.
En la versión azteca, los protagonistas del “milagro mexicano” con su “estado revolucionario” -encarnado en el PRI y sus ancestros- crearon infinidad de instituciones y mecanismos institucionales de seguridad social. El país empezó a dejar de ser rural, se hizo citadino, se creó una robusta y sana clase media. Mis padres fueron la primera generación urbana de la familia, por ejemplo y mi caso familiar es el de la mayoría de quienes andamos en el sexto piso de edad. La educación de generalizó, los mexicanos se hicieron licenciados, empresarios, políticos; también se empezó a institucionalizar el robo, la transa, el cinismo.
Hubo de todo, pero ese “Estado de Bienestar” en versión mexicana funcionaba y se terminó, en buena parte, por el desmedido papel protagónico del Estado en la economía y por sobre todas las cosas, por la corrupción infinita.
El Estado mexicano, a través de los gobiernos priístas, tuvo fases luminosas y extravagancias inauditas: llegó a ser propietario de un equipo de futbol (el Atlante), de balnearios (Oaxtepec) y de casinos cuyo objetivo central era perder dinero (caso único en el mundo… esto lo comentó Jesús Silva Herzog, Secretario de Hacienda con López Portillo). Son los claroscuros de todos los sistemas. Me quedo con lo que escribí (o transcribí) y que expresó Chomsky: el ejemplo de un modelo económico que privilegió lo social en muchas partes del mundo luego de la Segunda Guerra Mundial.
Hoy, todo es precario y el trabajo, como lo conocimos, se ha extinguido.
Y ya, con esto termino. Es parte del final del libro de Sandel:
Actualmente, la igualdad de condiciones es más bien escasa. Son muy contados los espacios públicos que reúnen a las personas por encima de las diferencias de clase, raza, etnia y religión. Cuatro décadas de globalización impulsada por el mercado han comportado unas desigualdades de renta tan pronunciadas que nos han conducido a llevar estilos de vida separados. Los adinerados y los humildes rara vez se encuentran en el transcurso del día. Vivimos, trabajamos y jugamos en lugares diferentes; nuestros hijos van a escuelas también distintas.
Y cuando la máquina clasificadora meritocrática ha hecho su trabajo, a aquellos a quienes ha dejado en la cima les cuesta mucho no pensar que se merecen su éxito y que quienes se han quedado en el fondo se merecen también ocupar esa posición. Con ello se alimenta un debate político tan envenenado y un enfrentamiento tan intenso que hoy, muchos consideran más difíciles los matrimonios mixtos entre un cónyuge republicano y uno demócrata.
El caso es que luego de Salinas y hasta Peña Nieto, México fue el campo fértil para el neoliberalismo más salvaje, injusto y corrupto de que se tenga memoria. Esos agravios sociales dieron por resultado el triunfo electoral de una nueva camada de expertos y visionarios de lo que es mejor para el país comandados por un líder infalible y, sobre todo, prudente.
Nuestra cuarta transformación no va sola, la acompañan entes como Bolsonaro, Maduro, Ortega, Erdogan, Putin y una pléyade de gobiernos “sensibles a los agravios neoliberales” que intentan (aceptemos sin conceder) liberarnos de la pesadilla global y capitalista. Nos prometen un futuro promisorio. Son iguales unos y otros. Siempre, sin fallar.
“Un futuro promisorio”. Ajá.
Oremos.