Por Efraín Villanueva
Me ofrezco a ir por las provisiones de la semana, pero Sabeth insiste en acompañarme. Aborrece el teletrabajo que se le ha impuesto. Antes de la pandemia, solo toleraba nuestros fines de semana carnívoros y alcohólicos, de encierro y televisión, para complacerme. Es humana: entre más severa la restricción, mayor su deseo de ir en contravía. Le cuesta aceptar la nueva realidad en la que querer ir al exterior no es suficiente para hacerlo. Hay que preguntarse, primero, si es necesario.
Andamos de la mano, manteniendo el mayor trecho posible con los demás transeúntes. Yo prefiero caminar en zigzag, aun si nos toma más tiempo del habitual, y la jaloneo hacia la acera contraria antes de que cualquiera se cruce con nosotros.
Rewe es una de las cadenas de supermercados que ha decidido limitar el número de ciertos artículos esenciales por comprador. El aviso de restricciones en la entrada ha sido modificado, a mano, varias veces en las últimas semanas. En lugar de las cinco unidades iniciales se ha pasado a un kilo de harina, medio de azúcar, dos paquetes de pastas, una bolsa de arroz, tres empaques de leche y doce rollos de papel higiénico.
La cafetería y panadería continúan abiertas, pero sólo para llevar. El área del comedor ha sido clausurada con un aviso enorme en el que ofrecen disculpas y ruegan comprensión. Hay una larga línea en el kiosco que también funciona como oficina postal. El distanciamiento social ha revivido el deseo de enviar cartas y paquetes. La desesperanza general ha incrementado las inversiones en boletos de lotería.
Los ojos de los compradores destellan menos desespero del que la turbulencia de estos días ha causado. Sabeth ve en ellos tranquilidad. Yo, resignación.
Nada falta en las estanterías excepto pastas, enlatados, granos, huevos, leche, jabones de mano y por supuesto, papel higiénico. Nos vemos forzados a tomar más orgánicos de los usuales, lo que incrementa la factura –mientras tanto, el salario de Sabeth permanece igual y mis encargos de independiente han disminuido. Las filas en la caja son largas y la gente obedece las señalizaciones de espera dispuestas en el piso cada dos metros. En los pasillos, sin embargo, el distanciamiento social muere inevitablemente.
De regreso en casa, la coreografía silenciosa con la que guardamos la compra –suficiente para la siguiente semana– es quebrantada por un ruido. Sabeth me pregunta si estoy bien. No le respondo. Contemplo las cuatro recién compradas botellas de vinho verde que he destrozado accidentalmente, mientras mido el riesgo de regresar al supermercado.
En Alemania: diecinueve mil infectados, doscientas sesenta muertes y ciento cuarenta y siete recuperados.
En esta ciudad, con su medio millón de habitantes, ciento cuarenta infectados, casi tantos como el conteo nacional de Colombia y sus cuarenta millones.
Los italianos han enviado a sus casas a cuatro mil cuatrocientos cuarenta recuperados, pero no saben qué hacer con similar número de muertos. Camiones del ejército, repletos de ataúdes, desfilan en sus calles.
Dortmund, Alemania, marzo de 2020
Imagen superior: Daniel Grothe/Flickr
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