Por Verónica Calderón
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Desde pequeña me gustaban las series de médicos. Me gustaba mucho E. R., y no porque los doctores estuvieran guapos. Me gustaba porque reflejaba la adrenalina de una profesión que va de salvar vidas.
Cuando comenzó todo-esto, un amigo médico me mandó mensajes sobre la información que rodeaba al bicho ese. Me decía desesperado que los periodistas debíamos informar de todo lo grave que estaba ocurriendo. Y que ha seguido ocurriendo.
Mi sensación fue que en una sala de emergencias (un emergency room, un E. R.), no podemos todavía hablar de todos los porqués.
Hay una analogía que me gusta usar cuando hablo de periodismo, cuando en la vida anterior me invitaban a dar conferencias o clases. El periodista es como un cocinero o un médico. Evidentemente el médico es el más importante de todos: trata con vidas directamente. El cocinero se aboca a la comida. Y los periodistas a la información.
Los comparo porque los tres oficios son vocaciones. Hay algo en nuestro interior que hace que queramos dejar la mesa. Mi mejor amiga es chef, y al día de hoy es imposible que se siente a comer conmigo. Está tan acostumbrada a las cocinas que le gusta estar de pie mientras todos comemos su (deliciosa) comida.
“Nuestras profesiones se parecen mucho”, siempre le he dicho. Las cocinas y las redacciones son un caos ordenado al que uno se hace adicto, y solo habiendo trabajado en ellas sabemos exactamente de lo que estamos hablando hasta que has estado ahí.
La analogía la extendí a la medicina con mi amigo médico. Hay algo en la medicina que solo entienden sus profesionales y aún dentro de ella, son un puñado quienes realmente entienden el costo de la vocación.
Ojalá que los aplausos que hoy proliferan en redes se traduzcan en apoyos reales. Y que esa sociedad no solo aplauda, sino que exija que ese respeto no permita que vuelvan a dormir en su coche por el miedo de contagiar a sus seres queridos o que al menos tengan el mínimo equipo para garantizar su trabajo.
La última vez que hablamos fue hace una semana, por el teléfono. Miré mi cara de susto mientras me explicaba los detalles del bicho ese y apenas atiné a reírme por lo absurdo de todo al mirarme.
Le pregunté si todos esos rumores de tal medicamento o si equis vacuna servía eran reales.
“No sabemos nada”, me respondió.
Ese “no sabemos nada” me cayó como una losa. De nuevo, la tormenta y la oscuridad.
Le respondí que ya llegará el tiempo de hablar de toda la desinformación y provecho político de estos días. Ahora mismo solo atino a escribir y funcionar en mi trabajo como los médicos de emergencia, que reciben, procesan y envían.
El trabajo de diagnosticar requiere paciencia. Sé que llegará. Sé también que no se me va a olvidar.
Ciudad de México, abril de 2020
Imagen: José Vicente Jiménez/ Flickr
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