Por César Arceo
Hacia la mitad del siglo XIV, en 1347, una pandemia azotó Europa. Se le conoció como la peste negra. Las pequeñas hemorragias cutáneas de los afligidos cubrían sus cuerpos con manchas oscuras. De ahí, el nombre peste negra. Entre 1351 y 1353 Giovanni Bocaccio, escritor italiano contemporáneo de Dante Alighieri, escribió un centenar de historias a las que se les conoce como el Decamerón: cuentos breves y novelas cortas compiladas bajo la fórmula de la narración enmarcada.
La obra narra la historia de un grupo de jóvenes (siete mujeres y tres varones) que intentan escapar de una peste que azota Florencia y se recluyen en una villa alejada. En su encierro, cada noche un miembro del grupo contaba una historia. Tanto las mujeres como los varones podían ser nombrados reyes o reinas por un día. La designación real les otorgaba el poder de elegir el tema de las historias. En este escenario, i quaranta giorni, quadraginta o la cuarentena fue, no solo una estrategia médica para mitigar los impactos de la pandemia por la peste, sino también el catalizador para crear una de las obras capitales de la literatura universal.
Pero no todos los encierros corren con la misma suerte. Carca es un término hebreo que significa meter una cosa, mantiene cierta relación con coercendo que en latín refiere a restringir o coartar. Cuevas, cavernas y otros espacios lóbregos fueron construidos para confinar a los llamados enemigos peligrosos del Estado o del orden. El ergastulum de la antigua Roma era una cárcel para esclavos y prisioneros de guerra, en ambos casos, el fin era ortopédico.
Los métodos de tortura se relacionan íntimamente con los confinamientos. El escritor cubano Reinaldo Arenas fue encerrado en un espacio diminuto en el que no podía permanecer de pie, acostado o parado. En una jaula de acero construida especialmente para él, Ezra Pound fue confinado al interior de un campo disciplinario en Pisa. Durante el día, el sol calcinaba su cuerpo y la aridez del polvo parecía entrar hasta lo más profundo de su alma.
Por las noches tampoco tenía calma: unos reflectores lo alumbraban para que ninguno de sus gestos escapara a la vigilancia de sus custodios. Nadie a su alrededor podía ayudarle. Rodeado de reclusos y guardianes, el escritor acusado de colaborar con Mussolini, estaba solo. La soledad es otro de los ingredientes que aderezan el confinamiento.
En El resplandor, la tercera novela de Stephen King, llevada a la pantalla por Stanley Kubrick en 1980, Jack Torrence, su esposa Wendy y su hijo Danny arriban al Hotel Overlook. Jack hace caso omiso a la advertencia sobre la fiebre de las cabañas, un trastorno ocasionado por la claustrofobia y el aislamiento prologando, y acepta ser vigilante durante el invierno en el lejano hotel de las montañas de Colorado.
La cuarentena, el aislamiento y el distanciamiento social, como formas para reducir la propagación de un virus, convocan a otros demonios. La expresión pandemómiun o pandemonio, se refiere a la reunión de los demonios y también alude a un espacio de confusión, estrépito y estruendo. En 1667, el poeta inglés John Milton publica El paraíso perdido, un poema narrativo que explora, en clave bíblica, los problemas del mal y del sufrimiento. En el libro I de su texto, Milton describe la edificación de un recinto a manos de ángeles caídos: el pandemónium.
El recinto titánico fue construido para recibir a los demonios. Sin embargo, el espacio disponible en el inmueble era insuficiente y, por lo tanto, fue necesario reconstruir el lugar. Pareciera que la narrativa de Milton recuerda que no hay espacio armónico para los demonios. Quizás eso explica las diversas maneras de atravesar el aislamiento: mientras algunos armonizan o romantizan (como algunos no se cansan de decir), otros se enfrentan al concilio demoniaco de los espíritus díscolos ajenos y propios. Para quienes es posible el aislamiento, emergen distintos escenarios.
Reconociendo la simpleza de la perspectiva y lo angosto de la mirada, uno de los rasgos que se externa, con mayor incidencia, es la calamidad que Jean de la Bruyère describió como el gran mal de no poder estar solo. Hemos construido un falso sentido de la soledad, la estimamos negativa o adversa. Sin embargo, la soledad atesora un secreto que, en palabras de Montaigne, consiste en el arte de vivir conforme a nuestra satisfacción.
Ello quiere decir, ocuparse del alma propia y encarar los demonios que nos acompañan, esos que nos asisten en los espacios más recónditos y en el aislamiento más profundo. Equiparar la soledad con los espacios es disponer de fronteras. Octavio Paz recurrió a cierta alegoría espacial para pensar la soledad: el laberinto. En este sentido, la soledad es un laberinto construido con paredes de tiempo. En el dédalo, se puede pasear a los demonios propios o sufrir el encierro límbico. La mezcla de ambos escenarios es un pandemonio, un intrincado espacio ceñido por la barahúnda de lo demoníaco.
Pero si pensamos la soledad en términos de tiempo y no únicamente de espacio, notaremos cómo las paredes del laberinto mutan a un estado traslúcido. Con la cadencia del momento, el espacio cambia y la rigidez de la materia se ablanda al ser tocada por la suavidad de un intervalo. Nada es más contundente y delicado que el paso de un instante.
La soledad no es cuestión de espacio, es cuestión de tiempo. La cuestión temporal de la soledad radica en asistir a la experiencia del ínterin, constatar cómo el tiempo se hincha, se expande. Quizás por eso lo percibimos lento, como un arrastre. Pero, ¿qué maldad podría albergar esta magia antigua? ¿por qué habríamos de considerar nocivo el vetusto encantamiento del tiempo? ¿Acaso hemos aprendido dócilmente a tasar el tiempo como divisa y por ello repudiamos perderlo?
Despreciamos el ocio y a quien lo practica; desdeñamos la prodigiosa oportunidad de tomar al tiempo, permitirnos experimentarlo y encarnar el interludio. Nada parece contravenir la vivacidad o la temeraria narcosis de la velocidad actual que la lentitud de la soledad. La virtualidad atenta contra la soledad. Las pantallas brillan, la seductora vibración de los dispositivos demanda nuestra atención. No hace falta el contacto físico para conformar muchedumbre: la caterva y el tropel han sabido continuar. El hombre de la multitud de Allan Poe es el arquetipo de nuestros días: un sujeto que se pasea entre el tumulto pero no entra en contacto nunca con nadie.
Requiere de los demás para ignorarlos. Sentimos la terrible pérdida del contacto humano, pero cuando estamos reunidos nos causamos repudio mutuo; añoramos estar juntos como si ello anulara todas las ocasiones en que evadimos el encuentro. Tarkovsky aconsejó a la juventud aprender a disfrutar la soledad. Quizás a ello se refiere su expresión esculpir el tiempo. El tiempo es la materia fina con la que se esculpe la soledad.
Aprender a estar solos, decía Montaigne, es saber bastarse a sí mismo para no sufrir por la partida de los demás. Quizás la empatía y la verdadera confianza (no la armonización del egoísmo mutuo) radican, no solo en aprender a esculpir la soledad propia, sino ayudar y permitir a los demás hacer lo propio. Tal vez, después de la pandemia, del pandemónium, del tiempo y de la soledad, nos reencontraremos, nos reconoceremos o nos desconoceremos. En cualquier escenario brilla una franca oportunidad para empezar de nuevo.
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