Hoy a México le faltan cuarenta y nueve jóvenes. Cuarenta y nueve que se resisten a convertirse en un número manejable, asimilable.
Por Carlos Noyola
Cuarenta y nueve que ponen a trabajar a funcionarios públicos que no saben el significado de la palabra servicio. Cuarenta y nueve que hacen enojar a una sociedad permisiva, que reclama justicia y seguridad con una filosofía que tiene como base ‘el que no tranza no avanza’. Cuarenta y nueve que dejan más clara que nunca la dolorosa realidad de un país penetrado por la delincuencia organizada hasta la médula.
Vayamos primero a donde se vuelca la opinión pública inmediatamente en un caso como este: el gobierno. “Crimen de Estado” y “ausencia de Estado” son las dos ideas que se sostienen con mayor popularidad entre la población y los intelectuales.
En parte tienen razón: los gobernantes y la élite política son una mezcla de corrupción, arreglos e intereses propios para los que no hay diferencia de bandera o personalidad, pero eso no lo es todo. Que un evento tan trágico como Ayotzinapa tenga altos costos políticos (y penales según el caso), es algo implícito que quienes gobiernan debieran asumir voluntariamente y el pueblo debe estar ahí para cumplirlo en caso contrario.
Pero, nuevamente, conformarnos solamente con quitar políticos a diestra y siniestra está más cerca de ser el siguiente paso de un ciclo interminable que de acabar con la ola de problemas que sacude al país.
Una de las tantas cosas que molestan después de Ayotzinapa es el deslinde de responsabilidades entre todos los niveles de gobierno y todos los partidos. La escena es patética: ‘niños’ lanzándose la pelota y apuntando siempre al de enfrente antes de escuchar el reclamo. Molesta mucho, ¿no es cierto? Molesta mucho ese discurso político desgastado, incapaz de volverse humano ante la gravedad de las circunstancias; esa guerra de acusaciones que deja ver que, pase lo que pase, los intereses y el protocolo son primero; solucionar, dar respuesta, lo último.
Como apuntan muchos, esta batalla interna, aunada a las críticas externas al Estado, lleva a una discusión en la que al final ya no se sabe con claridad a quién se acusa.
Sin embargo, en toda esta bruma de inculpaciones hace falta un elemento indispensable para entender y cambiar la situación: la sociedad. Medios, intelectuales, organizaciones y ciudadanos nos convertimos en feroces jueces del gobierno y el resto de la calaña: ¡Fuera el mal gobierno! ¡No más corrupción! Pero, ¿dónde quedamos nosotros? ¿Dónde está la reflexión autocrítica que nos ubica en el lugar que nos corresponde, como parte del problema?
Pareciera que damos por hecho que nosotros no somos responsables de la matanza, simplemente porque no estuvimos en Iguala disparándole a los jóvenes. Como si los únicos que tuvieran la culpa fueran los que tiraron del gatillo. Un razonamiento erróneo que lleva a la conclusión de que la masacre fue exclusivamente el resultado de decisiones individuales en lugar del producto de un fenómeno mucho más grande que nos incluye a todos.
La teoría sociológica ya ha hecho gran parte del trabajo por nosotros explicando que lo que sucede en una sociedad es tanto el producto de las decisiones de sus integrantes como de la sociedad misma, un conjunto que no es reducible a la suma de sus partes, pero que limita y determina como nos comportamos de manera independiente.
La visión individualista entre la clase política y gobernante es el reflejo de nuestra visión como sociedad, una sociedad que se niega a aceptar su responsabilidad y al hacerlo se refugia en los señalamientos externos, entrando con sus gobernantes al juego de los deslindes que tanto criticamos pero que al final nos reconforta.
¿Acaso no es más cómodo irse a dormir mentándole la madre al gobierno que siendo consciente de que nosotros también lo causamos? Volteemos a ver a nuestro alrededor, ¿qué valoramos? ¿Qué es lo más importante en nuestra sociedad? ¿Cómo actuamos con nuestros vecinos? ¿Qué hacemos para alcanzar nuestras metas? ¿Qué hacemos por mejorar no solo nuestra vida, pero la de los demás?
Un rápido vistazo dejará ver nuestro egocentrismo, lo materialistas que somos, la ley de pasar por encima de lo que sea y de quién sea para alcanzar nuestras aspiraciones, y una pobre previsión que da la idea de un futuro muy lejos del bienestar.
Cada día nos asemejamos más a ese estado Hobbesiano de naturaleza, en el que cada quién ve por sí mismo y reina el más fuerte. Queremos las ventajas de vivir en una sociedad sin cumplir con obligaciones. Creímos ingenuamente que nuestras acciones individuales no tendrían consecuencias pero ya estamos recibiendo la factura.
Los valores de nuestra sociedad no solo promueven la riqueza y el poder sobre todas las cosas, lo alientan. Así, quienes no pueden alcanzar estas cosas dentro del marco legal, lo hacen fuera de él, pues al final también serán reconocidos. ¿No fue el Chapo Guzmán reconocido como uno de los hombres más ricos del mundo? Y, ¿qué decir de toda la cultura alrededor del narcotráfico y la delincuencia organizada? Símbolos, costumbres, música y hasta santos hacen palpables nuestras aspiraciones.
La clase política puede ser destituida por completo y meses después tendremos el mismo lastre con nombres distintos, como ha sucedido desde hace muchos años. Darle la vuelta a los problemas en México (no solo a los de seguridad), requiere un cambio en nuestros valores, en lo que ponemos en la cima de nuestra escala de prioridades.
Heriberto Yépez dice que el perfil de lo que pasó en Guerrero no tiene nada de individual. Sí y no. En última instancia fueron las decisiones individuales (la orden del presidente municipal y la ejecución de la misma por parte de policías y sicarios) lo que llevó a la muerte de los cuarenta y nueve estudiantes, pero la masacre de Iguala es el producto de nuestra sociedad, todos somos responsables por lo que le pasó a los estudiantes de Ayotzinapa.
Yépez también afirma que “Ayotzinapa fue violencia civilizatoria”, se equivoca. Ayotzinapa es un reflejo de nosotros, de nuestros valores, de la situación en la que estamos estancados. Algo así como la frustración y falta de identidad que llevó a los alemanes a seguir a Hitler. Si no asumimos el compromiso de pagar por civilización; es decir, votar, pagar impuestos, respetar las leyes, etc… ¿cómo podemos exigir justicia y honestidad?
Hay niveles de responsabilidad, pero en algún grado todos somos responsables por Ayotzinapa. Hay que dejar de jugar a los deslindes y transformar las quejas en acción, en verdadera acción. Hoy miles protestan pidiendo justicia y algunos sienten que el cambio está cerca, pero los gritos desesperados son fácilmente acallados, pues solo buscan evadir la realidad: todos somos Ayotzinapa, o más bien, todos causamos Ayotzinapa.