I[1]
Para lo que está a punto de pasar pareciera necesitas de la oscuridad que ofrecen los párpados cerrados, el silencio de la noche, o el sueño diario, pero no, al contrario, necesitas los sentidos alerta y la conciencia clara, la perspectiva absoluta que brinda la mirada. Entras a tu biblioteca con los pasos seguros de quien lo hace como un hábito, al espacio que durante años ha ido multiplicando sus libros hasta apoderarse de las cuatro paredes como las ramas de un Baniano cuyas raíces penetran el suelo y acarician la tierra, brotando de ella otros árboles, demasiados, hasta formar un impenetrable e incontable bosque. El bosque de libros que posees es espeso, y de él brota ese aire y la armonía que acaricia tu rostro cuando estás dentro.
Cierras la puerta y caminas hasta el mueble donde tienes ese libro con el que te has relacionado por casi un mes, lo tomas con confianza con la mano izquierda, que la derecha carga tu café. Llegas al sofá y te sientas, bebes un sorbo del líquido que te mantendrá atento y sabiendo la necesaria intimidad, alejas un poco la taza para sujetar con ambas manos el libro, que sin más preámbulo lees desde la página setenta y ocho. Y allí te encuentras, podrías verte si fueses el personaje de un cuento y alguien te estuviera narrando, absorto entre líneas y el vertiginoso espiral de palabras que mueven tus ojos de izquierda a derecha a un ritmo seguro. Todo sigue su curso hasta que alguien toca a la puerta.
Bajas el libro y subes la mirada poniéndote de pie y girando el picaporte. Intempestivamente un grupo de hombres vestidos de bomberos entran haciéndote a un lado y ante el asombro inmediato sólo respondes tu nombre cuando estos te lo exigen. –¿Es esta su biblioteca?- cuestionan cuasi aseverándolo con un poco de rudeza, con un dejo de que algo no está bien. Asientes, es tuya, toda tuya, lo ha sido desde el primer libro y piensas lo será hasta el último de tus días. De pronto uno de ellos te hace a un lado sujetándote con sus manos y los otros hombres se distribuyen estratégicamente por el lugar, toman una posición y sacando unos frascos de sus mochilas comienzan a vaciarlos sobre los libros con una seguridad que permite darte cuenta de que aquello no es una broma.
Sucederá lo evidente, tú, asustado, reaccionas de inmediato, sabes que en algunos minutos aquel bosque, tu bosque, arderá en una danza arrítmica de destrucción cuando el queroseno se transforme en llamas que sofocarán el delgado cuerpo de papel de tus preciados libros hasta reducirlos a cenizas, polvo irreconocible y destinado al olvido. –Sabía usted muy bien señor Montag que tener libros está prohibido– Dice quien parece ser el jefe de bomberos, quienes entiendes no apagan fuegos, los provocan. No te reconoces en ese nombre, no sabes qué responder, no dices nada.
Te rebelas, alejas con fuerza al bombero que te aprisiona sobre la esquina de tu biblioteca y mientras el cerillo del hombre que te acaba de decir aquello se enciende, en el único acto posible vas hacia las cuatro paredes, una por una, entre movimientos ágiles y desconcertantes para aquellos sujetos que sorprendidos intentan en vano detenerte, y alcanzas a tomar tres libros. Sales y corres lo más veloz que tu cuerpo te lo permite. Bajas las escaleras, abres la puerta y después de unos cuantos metros paras ante la inminente huida. Lo único que alcanzas a ver es un fragmento del infierno devorando tu casa y con ella tu más grande tesoro: tus libros.
II[2]
Das largos pasos pensando que la distancia te aleja no sólo de la tragedia sino que a través del camino irás dejando el recuerdo tortuoso de que ya no existen tus libros. La prisa y el miedo hacen que sueltes uno de aquellos sobrevivientes, dudas, pero no te atreves a regresar a mirar cómo abierto con el implorante veloz cambio de hojas te pide que vuelvas. Continúas tan rápido que tu cuerpo termina por agotarse.
Te detienes, respiras ávidamente, tu espalda se encorva en largos tragos de viento. Al serenarte observas los dos libros que aún existen para contar una historia, pero en un instante tu vista es arrebatada por la estación de tren donde te encuentras. Entonces es que la miras, hermosa, su tez blanca casi transparente que imaginabas constantemente de una y mil formas, con aquel largo y ancho vestido que cubría su bello cuerpo. La observas santiguarse, sientes y ahora entiendes cómo se apodera de ella esa sensación semejante a la que experimentaba en esos otros tiempos al arrojarse al agua. –¡Ana!– alcanzas a decir pero ella no te escucha porque en voz alta pide perdón al Señor al saberse inútil de toda resistencia. Corres deprisa intentando alcanzarla, soltando otro libro que cae a las vías del tren mientras revives aquellas líneas: “Y aquella luz que había iluminado a sus ojos el libro de la vida, con sus tormentos, sus falsedades y desengaños, rasgó las tinieblas, brilló un momento con esplendorosa intensidad y se apagó para siempre”.
III
La inercia de tus pasos y el reciente abandono incrustado en tu vida te lleva a la conciencia de que entre tus manos tienes a tu único acompañante, el último libro. Lo acaricias como quien necesita serenidad, como si el tacto suave de tus manos se replicara en el cuerpo y te guiase a la calma. Observas pues a lo lejos una banca vacía, te diriges a ella y te postras como ausente. Das un último vistazo a tu alrededor, todo en un segundo desaparece, así entonces tus ojos se centran en aquellas páginas que una a una van construyendo un mundo. Lees entonces esa línea que te atrapa: “Entró a su biblioteca con los pasos seguros de quien lo hace ya como un hábito, sin imaginar lo que le esperaba…”
[1] Referencia: Farenheit 451, de Ray Bradbury.
[2] Referencia: Ana Karenina, de León Tolstói