Llego del trabajo, luego de explicarle a la gente de un pueblo que no soy doctor, que solo atiendo la farmacia, que no sé qué tratamiento es específico para el mal de orín, que desconozco cuántos miligramos de loperamida se le dan a un niño con diarrea. El viaje en carretera lo hago siempre en automático, viajo pensando en que llegaré dispuesto a atarme a la silla frente al escritorio y teclear letra tras letra hasta formar palabras, y que éstas formen oraciones y éstas, a su vez, creen historias que alguien lea en un rato de ocio.
Hace calor, factor importante para que un ataque de sueño sorprenda a cualquiera.
Abro Word y el marcador intermitente me acosa, como retándome, y confirmando que nunca volvería a sentir la dicha de crear algo, de construir una historia. Me decido. Escribiré un cuento, no tengo ni el tiempo ni el ánimo de iniciar otro proyecto como una novela, un cuento de por sí ya es demasiado ambicioso. Inicio un relato de lo más sencillo posible. «Había una vez…», escribo. Un inicio predecible, útil, difícilmente tendría más impacto decir «una vez había», no, ese «había una vez» es un inicio más completo y fácil de manejar, ahora solo falta colocar la siguiente palabra y los personajes se moverán independientes, presiono la tecla de espaciado.
—Oswaldo, necesito que destapes la tubería del lavadero —me llama mi novia desde el patio. No había objeción. Le había prometido destapar la tubería, pues de no hacerlo, el lavadero se atascaría más y desprendería olores avinagrados.
Mientras con un alambre penetro la tubería una y otra vez, los restos de lo que pareciera ser cartón salen arrojados al drenaje. Pienso en una historia “Había una vez un plomero que debía solucionar el atasco de la compuerta de la presa que alimenta de energía eléctrica a la región…”, ese sería el inicio.
—Cariño, no te olvides de que se debe bañar al perro, se lo están chupando las pulgas.
Asiento, mientras mi pareja, armada de escoba y recogedor, barre el polvo del piso.
El perro salta, se desespera, se sacude y soy yo el que termina bañado. “Había una vez un veterinario que se deshizo de una plaga de hematófagos que chupaban la sangre de un pit bull”, ese inicio es más prometedor, los japoneses ya han hablado demasiado de los plomeros.
Termino con el perro, me dirijo hacia el estudio a continuar con la labor creativa. Me acomodo en el asiento. El computador me avisa que el antivirus está por caducar. Leo el inicio: “Había una vez”, dice. Seguiré la línea del veterinario.
—Amooooor —un grito me hace sobresaltarme. Presiono tres teclas al azar.
—¿Qué pasa? —respondo con un grito igual de intenso.
—Ya está la comida.
Bajo. Cada escalón es como olvidar una letra que ya había plasmado en el archivo. Me pregunto qué tal si inicio con “había una vez un cheff que se fue a Francia y conoció el amor en la cocina de un famoso restaurante”, un cuento rosa, Corín Tellado se tendría que apartar de mi camino.
Como, comemos, escucho pacientemente a mi mujer y sus problemas del trabajo. Doy recomendaciones inútiles: “no te enojes”, “tómalo con calma”. Luego ella me escucha, le confieso que deseo escribir y responde: “Solo ayúdame a recoger la mesa y báñate, luego escribe todo lo que quieras”.
No es mala la idea, después de todo solo me interesa escribir, no tener la pose de escritor, de esos del realismo sucio, que todas sus historias comienzan con un hombre apestoso bebiendo whiskey o rodeado por el humo mientras lee poemas con una voz profunda como la soledad que lo posee, ¿me pregunto si ninguna historia puede iniciar con una persona tomando un agua de horchata? Algunos me han respondido a esa interrogante con otra pregunta: “¿qué tiene de interesante la cotidianeidad?”.
Cuando he terminado de colocar un cortinero, de organizar algunos libros que llevan esperando desde la mudanza, de poner un espejo de baño; y mientras mi mujer alista el papeleo que se llevará a su oficina al día siguiente (sacando fuerza de no sé dónde para terminar sus tareas), doy sigilosos pasos hacia el estudio. Ahora sí, dispuesto a robarle un cuento a mi cabeza, rescribo “Había una vez”, pero un bostezo se adueña de mí.
Son las once. ¿Por qué tendré tanto sueño a estas horas? Hace apenas unos años dormía hasta la una o las dos de la madrugada. ¿Qué diría Juan Rulfo de un cuentista que no soporta una sola desvelada? Podría tomar café si no supiera que una ansiedad se apoderaría de mí al punto de querer encender todas las luces y tenerle miedo a mi sombra.
Rendido, guardo el archivo. Cierro la ventana del computador, apago el mismo y luego me levanto de mi asiento. Me dirijo a la cama y caigo como si mi peso fuera el doble de lo que realmente es. Me rindo, y antes de que Morfeo me dé la paliza de mi vida, pienso en un inicio para el cuento:
Había una vez un hombre de casa que quería ser escritor.
Imagen superior: Camilo Rueda
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