Los biógrafos de Fiódor Dostoyevski son unánimes al admitir que la obra del novelista dio un viraje radical a raíz de su exilio en Siberia. Y no era para menos, pues en ese lapso atestiguó el infierno en la tierra y los castigos a los que eran sometidos los condenados.
Por Héctor A. Echevarría
“La vida es la vida dondequiera que haya un hombre vivo junto a otros, y reside en nuestros corazones y no en el mundo que nos rodea. Pero el mantenerse firme en cualesquiera circunstancias, sin cobardías ni titubeos, eso es ser hombre y es vivir”, le confesó Fiódor Mijailovich Dostoyevski a su hermano Mikhael justo antes de partir a Siberia a cumplir su condena de ocho años de trabajos forzados. En un arranque inusual de benevolencia, el zar Nicolás I lo había “indultado” de la pena de muerte, obligándole, por supuesto, a un castigo menos drástico.
A Dostoyevski se le había acusado de conspirar contra el zar. Sin embargo, semejante condena era preferible a la muerte, es decir, al silencio rotundo. ¿Y acaso hay peor tragedia para un escritor que el silencio? El tiempo transcurriría ineludiblemente; después de eso, el joven escritor ruso retomaría sus ambiciones literarias. Sin duda, Siberia pasaría.
Los biógrafos de Dostoyevski son unánimes al admitir que la obra del novelista ruso dio un viraje radical a raíz de su exilio en Siberia. Existe un gran abismo entre Noches blancas, una obra nostálgica, soñadora e ingenua, y Los demonios, una obra de tremenda garra psicológica. Se ha convertido en un cliché decir que Dostoyevski explora los puntos más recónditos del corazón humano, pero no en vano Nietzsche reconocía en el autor de los Hermanos Karamazov a uno de sus pares en cuanto a olfato psicológico. Todo ello sin duda lo aprendió en Siberia, porque fue ahí donde atestiguó el infierno en la tierra, los penosos castigos a los que eran sometidos los condenados. “Vivíamos como cerdos”, recordó con laconismo.
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¿Cómo logró sobrellevar Dostoyevski el duro destierro en Siberia? ¿Qué esperanza guiaba sus afanes? Acaso la idea reconfortante de que las brechas de profundo sufrimiento poseen intermitentes oasis de serenidad. O acaso el acto mismo de la escritura, una especie de cielo azul que coronaba sus días reiterativos y aciagos.
Es por este su amor hacia la escritura que me gusta leer y releer la obra del genio de San Petersburgo, para afrontar los padecimientos inherentes a la existencia humana, para vindicar la belleza trágica de lo cotidiano, en fin, para labrar una esperanza que justifique la escalada a la cumbre de Sísifo, como diría Albert Camus. Quizás por eso Jorge Luis Borges escribió el siguiente anhelo, inspirado en el viaje por un día de Stephen Dedalus, el personaje emblemático del Ulises, de James Joyce: “Dios mío, dame coraje y alegría, para escalar la cumbre de este día”.
Así, ese hombre llamado Fiodor no sólo tuvo que mantenerse firme en las circunstancias fatídicas de su destierro en Siberia, sino que también, y como si esto fuera poco, atestiguó la agonía de su madre (ese ángel compasivo al que idolatró con todo su ser), contempló el cruento asesinato de su padre a manos de sus siervos, sufrió de intempestivos ataques epilépticos, padeció el desenfreno y la euforia del juego y conoció los abismos de la pobreza y la soledad.
Pero también se enamoró de Ana Grigórievna, su estilógrafa, a quien le dictaba con frenesí sus novelas y las culminaba en quince días, se adhirió a una espiritualidad profunda, ecuménica, y cultivó hasta el final de sus días su fe inquebrantable en el ser humano. Lo cual me recuerda el lúcido y hermoso poema de Lou Andreas Salomé “Oración a la vida” que definiría a la perfección la actitud de Dostoyevski frente a la existencia: “Si ya no tienes ninguna felicidad que darme / ¡bien! ¡Aún tienes tu sufrimiento!”