Por Omar Arriaga Garcés
Supe desde hace tiempo que un amigo -y un conocido- asistían a un taller literario en Tlanepantla con un tal Eusebio Ruvalcaba, que publicaba ocasionalmente en la revista de la que era groupie otro amigo -que a su vez tiene una revista-, el cual es amigo de otro amigo que vive en Playa del Carmen, quien tiene por su parte otra revista de literatura y es groupie de Eusebio Ruvalcaba.
De Ruvalcaba refirieron el conocido y el amigo de la Ciudad de México una anécdota sobre unos zapatos que pertenecían a un insigne escritor mexicano -quizá el más insigne-, los que el tallerista se habría apropiado a su muerte, recorriendo con ellos las calles de la megalópolis como si las viera con los ojos del otro, nada más que con los pies… “Pero esta no es la historia que quiero contar”.
Paseaba por la plaza comercial de los últimos tiempos en Morelia, la que se encuentra hasta arriba de un cerro y requiere un nuevo acceso vehicular, cuando en la librería Porrúa, buscando otro libro, me hallé un ejemplar de Lectorum intitulado Elogio del demonio. ¿El autor? El tal Eusebio Ruvalcaba.
En la portada del volumen, la imagen de Giuseppe Tartini; y sobre una nube al lado del lecho en que sueña el músico, la figura del diablo -con quien ha hecho un pacto a cambio de su alma- que interpreta al violín una sonata secreta de la que dice la leyenda que al despertar el italiano no recordaba más que una ínfima parte, la cual sin embargo es El trino del diablo, la famosísima pieza por la que en buena medida cobrara fama el también violinista Niccolò Paganini. Aunque no había tiempo para leer compré el ejemplar, como suele comprarse la mayor parte de los libros, porque seguramente no tendremos la chance de leerlos todos.
El volumen de 2013 contiene 39 textos, casi todos de dos cuartillas -los de mayor extensión no pasan de tres, como las canciones de los Beatles no pasan de los tres minutos-, lo que habla del ejercicio literario al que Ruvalcaba se sometió: eliminar lo accesorio.
Si los cuentos de Elogio del demonio fueran una red social, serían Twitter; pero no lo son, porque a diferencia de lo que se escribe en esta aplicación las conformaciones del que vive en Tlanepantla son redondas.
Plantean con pocos trazos del pincel situaciones complejísimas, nos sitúan de golpe en medio de un mundo inconcebible para los no iniciados -el de la música- y nos golpean con sus desenlaces inesperados o ahítos de melancolía, como cuando el padre de un célebre compositor prefiere callar y no confesarle a su hijo que tiene una enfermedad mortal y está a punto de trasponer la línea de sombra, todo para que aquél no detenga su carrera en ascenso.
Desfilan por las páginas: Brahms, Mozart, Hayd, Häendel, Schumann, el propio Paganini, Tartini y un duelo con Vivaldi por ver quién es mejor violinista, Liszt, Schubert, Corelli, Sibelius, Wagner, Grieg, Beethoven, Purcell, Rameau, Debussy, Domenico Scarlatti, Fauré, Chopin, Dvo?ák, y el dios de la música, Johann Sebastian Bach, “el océano” primordial -podría decirse de acuerdo al propio libro-, entre otros compositores e intérpretes.
Así como dice Paul Valéry que la poesía es angélica y la prosa demoníaca, y como afirma Cortázar que la novela gana por puntos y el cuento por knockout, desde el inicio el volumen de Ruvalcaba hechiza y no vuelve a soltarlo a uno hasta concluir estas breves estampas que captan el instante de más de 30 músicos en algunos de sus puntos más altos.
Los textos, no obstante, conforman una red en la que se comunican detalles de una a otra narración, confiriéndole una conmovedora coherencia. Así como el primer cuento que tiene por protagonista a Brahms rapta, no será el Eusebio el primer volumen suyo que lea, seguramente, y desde ahora me declaro uno más de sus groupies.
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