Sería el año 2000 o 2001, no recuerdo bien, pero llegué al Café del Conservatorio huyendo de los precios más elevados de la franquicia moreliana por excelencia. A partir de ese momento, ese lugar enclavado en el Jardín de las Rosas se convertiría en un punto clave de mi vida.
A lo largo de prácticamente 18 años, por el Café de las Rosas he visto desfilar de todo: amistades que se vuelven entrañables, relaciones laborales que ahí se fraguan, retroalimentación para el proceso creativo, relaciones amorosas de amigos que ahí vimos sellarse y que también ahí murieron.
Por estar en ese sitio privilegiado, a ese café ha llegado lo más elevado de las altas manifestaciones culturales que se han originado en Morelia, como el Tirirí (otros lo conocen como el Pipiripau), el Beastie Boy (ese señor que sin decir palabra llega, toca su teclado de juguete, pide propina y se va, dejando entre los parroquianos la interrogante de qué carajos fue lo que tocó), los Camilos (chavos exiliados de alguna rondalla que llegan a cantar los éxitos románticos de moda para gusto y regocijo de la parejas cursis y las púberes doncellas) y toda una fauna de personajes de la ciudad, como los hippies que llegan a vender cualquier cosa, adivinadores, expendedores de toques eléctricos, niños que ofrecen dulces, poetizas que mercan con sus escritos, pedigüeños de toda clase y con todo tipo de males aquejándolos. Todo esto mientras en la mesa se puede definir la calidad de un libro o de plano arreglar todos los problemas sociales y políticos del país.
Por este café han pasado algunos de los más infumables estudiantes del Conservatorio de las Rosas, pero también los alumnos y catedráticos más talentosos de la institución; en sus mesas han estado los poetas y cuentistas más mediocres de Morelia, pero también los lectores más agudos y las plumas más exquisitas de la ciudad. Por el Café del Conservatorio han desfilado artistas y “hartistas”, intelectuales y simples petulantes acompañados de sus grupies, esas que consideran que el talento es una enfermedad venérea de la cual es preciso contagiarse.
Pero también han estado en sus mesas algunos amigos entrañables, esos con quienes una tarde es poco y no alcanza para agotar un tema, porque nunca ha sido nuestro interés dar por terminada una charla, y prefiero no mencionarlos para que no se me pase nadie, pero si leen esto, ellos saben quiénes son.
Y es que el Café del Conservatorio ha sido segunda casa, oficina alterna, espacio para convivir y tener siempre una plática interesante o intrascendente pero siempre amena.
Ahora que el café está por cerrar me pregunto cuántos libros se habrán leído y cuánto se habrá escrito sobre sus mesas, cuántas historias se tejieron ahí, cuántos destinos se entrelazaron y cuántas vidas se bifurcaron. En ese lugar estaba cuando me avisaron de una vacante en un periódico al cual llegué buscando trabajo y salí de ahí con una vocación, en una de esas sillas estaba cuando se concretó la que sería mi primera publicación en una revista colegial, ahí pasaba el rato cuando conocí a maese Valenzuela, gracias a lo cual puedo compartir con ustedes esto por este medio, y así como esa habrá historias incluso más interesantes que la mía.
El último café del Jardín de las Rosas cerrará sus puertas en unos días y duele, porque de esa plaza era el único que aún conservaba el espíritu ya que de unos años para acá, gracias al auge de las promociones de cerveza al dos por uno, el Jardín de las Rosas es la cantina más grande de Morelia, por lo que con el cierre del Café del Cónser se cierra una parte de esa identidad del Centro, pues ya sólo quedarán dos o tres establecimientos donde puede uno sentarse a tomar un buen café sin el bullicio de los adolescentes caza-promos y la música estridente.
Pero bueno, no es gratuito el cierre del establecimiento, los contratos leoninos y el abuso de confianza de una familia son la causa de que por cuestiones legales nuestra parroquia diga adiós, porque hubo quienes se beneficiaron por medio de las omisiones y corruptelas, así que básicamente reciben su merecido. Quizá sea esa la razón por la que, aunque para muchos es un lugar muy querido en la ciudad, sus propietarios nunca han sido santo de nuestra devoción, porque les molestaban las carcajadas, les molestaban nuestros cigarrillos, les molestaba que pidiéramos el refil al que nos tenían acostumbrados, intentaron vendernos el agua en botellitas de plástico, prefirieron que los meseros barrieran colillas de cigarro que poner ceniceros para la clientela y toda una serie de cosas que, sin embargo, no eran obstáculo para estar ahí.
Como anécdota, recuerdo que para un Día de Muertos, la dueña tuvo la excelente y refinada idea de poner una figura alusiva a la fecha. Pobre señora, le dieron gato por liebre porque en lugar de una catrina de Capula le vendieron una efigie de la Santa Muerte de un metro de alto, y claro que eso le ahuyentó a los clientes miembros de ese sector más rancio de la vallisoletanía, usted sabe, buenas conciencias, cristianos ejemplares, gente decente y de alcurnia. Desde la mesa donde estábamos nos desternillamos de risa al ver que una doñita salió persignándose y pidió la cuenta. A la siguiente semana la Niña Blanca ya no estaba, yo creo que la dueña se la llevó a su casa.
Los parroquianos de siempre, los de uno o dos cafés o más al día, siempre estuvimos ahí, a pesar de aquel maestro cubano del Conservatorio cuya hijoputez era imposible de ignorar, a pesar de las divas del Festival Internacional de Cine de Morelia, que sólo llegaban a invadir nuestro espacio.
Hoy, pensando en quienes ya no están y en los que aún siguen, vienen a mi memoria el Vic, Martín, Teo (Lenteo), la Güera, Jorge, Tobe y tantos más que han atendido con una sonrisa a todos los clientes, incluso a nosotros.
En eso pensaba y volteé a ver a Ángel y, como niño que sabe que sus padres se van a divorciar, sólo pude preguntarle: “¿Y ahora, qué va a pasar con nosotros?”.