Era el otoño de 2023. Noviembre para mayores señas.
Recibí un whatsapp de Edgar Chávez preguntándome si había leído a un tal Hernán Casciari y no. No lo había leído ni sabía que ese sujeto reptaba en este mundo. Le prometí a Edgar leer algo de él y en unas horas le daría mi opinión. Me metí a Google y encontré un relato que me encantó: “Melancolía de mujeres analógicas”. El texto me hizo reír y pensar seriamente en mis tribulaciones sentimentales.
Hay varios inconvenientes cuando los modelitos nacidos en los cincuenta del siglo pasado andan buscando con quien ir a la plaza para darle de comer a las palomas. Uno es la edad. Eso complica todo porque nadie, en su sano juicio, se muere por andar con un espécimen de la luchona “selección sub-setenta” (eso se entiende perfectamente); en segundo lugar, la capacidad para el ligue se ha esfumado. ¿Cuándo dejamos atrás ese don para relacionarnos con el sexo opuesto? (o con los del mismo sexo pues; cada quien sus preferencias).
Tal vez ahí empiece el problema, porque no es un asunto de pérdida de habilidades, sino del ineluctable cese de algunas funciones vinculadas a esas facultades para el ligue. Me refiero a los abundantes estudios cuya conclusión es contundente: la atracción entre los sexos se basa en las feromonas. En otras palabras, todo en el rubro de la atracción es un asunto odorífero y los resultados de los experimentos de campo lo sentencian sin anestesia: a cierta edad se dejan de producir esas sustancias mágicas que suelen atraer, con fines inconfesables y felices, a casi todos los seres humanos.
Sentirse atraídos unos con otros es una cosa natural. Igual que muchos tipos de insectos (y plantas) son atraídos por las luces, los focos, las velas encendidas o el sol. Simplemente no se pueden resistir y se lanzan a los brillos fatales. Así ha sido por millones de años: las luminiscencias seducen. ¿Qué pretenden conseguir? No lo sé, pero se lanzan y terminan achicharrados.
A ese fenómeno se le llama fototropismo. Un término que por alguna misteriosa razón nunca olvidé desde la primera vez que lo escuché en la escuela secundaria.
Pues las feromonas son como los fototropismos y el cese de la producción de esa fragancia emanando del cuerpo tiene su mejor correlato en una leyenda celta. ¿Quién puede olvidar la increíble y triste historia de Tristán e Isolda? Si no tienen la más remota idea de qué les estoy hablando, les doy la versión rápida del tema: un rey manda a Tristán a buscar a una doncella llamada Isolda cuya única seña particular era que tenía unos hermosos rizos de oro. El chico encuentra a la dama en alguna región de Irlanda y pretende llevarla con el monarca para formar un feliz matrimonio. Convencer a la “ricitos de oro” no fue difícil porque en ese siglo remoto no era común que una mujer se negara a los deseos de un rey (y en la Edad Media, menos: y si el rey era celta, mucho menos).
Se hizo el papeleo administrativo y ambos chicuelos se prepararon para el viaje de regreso. En eso estaban cuando una viejecilla se acercó y les dio un frasquito con una poción adentro. Era un regalo de bodas para el rey y su futura esposa, pero los jovencitos debían prometer algo: por ningún motivo habrían de probar el brebaje. ¡Ni una gota, canijos!
¿Ustedes se imaginan a un par de adolescentes en plena edad de la punzada cumpliendo el encargo? Yo, no.
El zagal y la ragazza, apenas dejaron el bucólico pueblecillo de la novia, decidieron probar un poquito “nomás para saber a qué sabe” y eso fue el acabose. En cosa de minutos el ecosistema entre los teenagers se puso lúbrico lo que se llama lúbrico. Lascivo y lujurioso, para que me entiendan. Fuentes dignas de todo crédito dan cuenta de un hecho incontrovertible: en toda la travesía no pararon de cachondear, de reírse y ejercer el viejo arte del fornicio.
En esos lúdicos afanes se encontraban cuando llegaron al código postal del rey y las cosas se pusieron melodramáticas porque Tristán debía entregar a la linda Isolda a su futuro esposo. Debemos dejarlo asentado: entre un punto y otro del trayecto de regreso, le dieron un uso intensivo al gotero con la misteriosa sustancia.
¿Se terminaron el fluido libidinoso e inmoral?
Las versiones sobre el fin del frasquito difieren a lo largo de los siglos (hay muchas versiones de esta leyenda y la mía es sólo una más). Para fines de este documento dejaré de lado cuanto pasó con los protagonistas de esta tragedia y extraeré una conclusión postmoderna: el frasco contenía el oleaginoso elixir de la pasión y de una vez se los digo: el contenido eran feromonas químicamente puras y concentradas. Los escuincles, curiosos (pero sobre todo jariosos) probaron “nomás tantito para ver a qué sabe” y bueno, se pusieron en un modo cachondo incontrolable. No pararon de coger en todo el santo viaje. Sólo se daban tiempo para darle una probadita al elixir y seguían retozones, echando pata y dándole de comer al conejito.
El frasco -de doscientos mililitros- es la medida exacta, medieval, moderna, postmoderna y TikTokera de la pasión, el cachondeo y la diversión carnal.
No hay más.
Sólo doscientos mililitros y se recomienda dosificar su consumo porque rellenarlo está muy difícil. Es casi imposible… bueno, en realidad sí hay manera, pero eso es otro tema.
Para no distraernos del meollo apunten esto y dejen de tirar mala vibra a su pareja o parejas:
La pasión es un padecimiento.
Uno es la feliz víctima de ella y puede ser mortal (la pasión) aunque, eso sí, infinitamente placentera.
La pasión se acaba y ya.
No importa cuánto hagan por evitarlo.
Tiene fecha de caducidad.
Se acaba.
Fin de (esa) historia.
Pues bien, no están ustedes para saberlo, pero yo sí para contarlo: me considero un sujeto bendecido y -si se me permite el atrevimiento- con ciertas cualidades que me hicieron transitar buena parte de mi vida como un foco de cien watts encendido y una vela en ignición que atraía a algunas mujeres -por supuesto, también fui un sujeto que fue atraído por brillantes fuentes con destellos y estelas inquietantes, por “mujeres foco” irresistibles.
En resumidas cuentas: los fototropismos funcionaron en mi vida de manera incombustible… hasta que se hicieron combustibles, claro.
Uno se acostumbra a las experiencias memorables y a los fototropismos fulgurantes, pero no en todos cabe la prudencia. Al contrario, abundan los atascados y atascadas. No fue mi caso. Tuve la templanza de administrar sabiamente mi frasquito con la sustancia oleaginosa que me tocó en suerte poseer… hasta que se acabó. Cuando uno anda joven, poderoso y en el chacaleo militante no piensa en los finales, pero la vida se encarga de ecualizar a todos y todas.
No fui la excepción.
Un día del año 2020 (bien presente tengo yo), mi fábrica de irresistibles feromonas dejó de producir la aromática fragancia. Suspendió sus operaciones de manera unilateral y artera. En ese momento pasé de ser un excretador de feromonas con un nivel de poderío más allá de la media nacional… a ser simplemente un viejo que huele a viejo y padece la condición infame de ser una brújula sin rumbo, una Biblia sin Jesús, un reloj sin manecillas y una lámpara sin luz -según nos narra el rolononón del imprescindible Pedro Yerena.
Tres años después y dos fracasos con sendas mujeres con quienes intenté una relación “acorde con nuestra edad” me lo confirmaron. Mi etapa como provocador de fototropismos ¡ay! había terminado, aunque mi interés en el sexo opuesto se mantuviese incólume y hierático para realizar las concupiscencias normales (nada de extravagancias de juventud). Esta circunstancia -que a muchos hará exclamar “¡qué chido, eres un afortunado!”- en realidad es una desgracia porque cuando requiero de esas atenciones tiernas y voluptuosas, la única opción es pagar por ellas o bien, hablar con franqueza con alguna eventual candidata que esté pasando por los mismos sinsabores odoríferos y sienta nostalgia por ser abrazada, besada y -si la ventura no es favorable- cogernos cariño.
Intenté en ambos formatos. Con éxito en el primero y fracasando en el segundo. Eso es normal: en el primer caso uno paga por servicios profesionales de gama media y alta; en el segundo se depende de uno mismo. En suma: fracasé como suelen fracasar los héroes trágicos en sus empresas (si no fracasaran, no serían trágicos).
Luego de dos femeninos rechazos, opté por no transitar más la avenida de las bateadas inmisericordes y me retiré a mis cuarteles de invierno porque, como algunas y algunos ya lo saben, los rechazos duelen mucho a cualquier edad, pero en la tercera (edad) la recuperación de esas heridas se toma mucho tiempo. No para uno de lamerse.
Pero no vayan ustedes a creer que en el año 2020 fui totalmente consciente de mi condición de sujeto periclitado. No. Fue necesario que transcurriese un año con tres meses y una semana. Justo en ese lapso (octubre de 2023) me puse romántico con Dianita Felguerez Rocallosa, una mezcla letal de leona, gacela y amazona. Una salvaje pureza de amores insensatos, libérrima e impudenda que causó estragos en amplios sectores de “la soldadesca” masculina entre las décadas de los setenta y ochenta del siglo XX. Dianis (así le decimos los amigos de verdad) llegó a mi vida con sus rotundas 58 vueltas al sol al momento de escribir los hechos narrados a continuación.
Luego de salir por un par de meses, de descubrir felices coincidencias musicales, librescas, amigos en común y un decoroso papel a nivel horizontal (con clara tendencia a mejorar) decidí, de manera autónoma, dar un paso al abismo y hacerle, a la luz de la luna que nos cobijaba, mi honrada propuesta: intentar “una relación sin adjetivos”. Dianita me observó parpadeando repetidas veces sus ojos verdes e insondables y con voz apenas audible me preguntó ¿una relación has dicho? Y yo: sí, una relación, pero sin adjetivos, como dijo Enrique Krauze en su ensayo de 1984 ¿te acuerdas? Dianis preguntó cuál ensayo y la ubiqué en el tiempo: el que salió en la revista Vuelta: “Por una democracia sin adjetivos”. Todos lo leímos.
La Dianis se puso reflexiva y luego de un minuto con treinta segundos amplió el campo de batalla: ¿Una relación cercana y sin adjetivos me dijiste? -preguntó y asentí todo ilusionado. Luego me preguntó ¿qué te pasa, carajo? ¿Acaso no te has visto en el espejo? Yo nunca he andado seriamente con alguien tan mayor.
Eso me dijo ¿pueden creerlo? Me quedé pasmado porque entre ambos sólo hay ocho años de diferencia. No dije nada porque su contrariedad era sincera y sí, lo reconozco, Diana Felguerez Rocallosa puede andar con un jovencito de cincuenta años sin problema.
Esa experiencia (y otras menos memorables) me dejó en la orilla, como perro en el periférico y convencido de una cosa: yo no nací para amar, tal como lo dijo un gemebundo filósofo postsocrático de todos conocido.
¡Qué cosas! El rechazo de la Dianis Felguerez me permitió trasladarme a la linda ciudad de Toulouse en calidad de refugiado con el corazón en añicos, en donde la imprescindible JazzMine y mi amigo Syl me dieron asilo. Me la paso llorando y leyendo a Leonardo Padura, a Dubravka Ugresic (un grato descubrimiento) y un intimidante mamotreto titulado House of leaves de Mark Danielewsky. Lecturas previas a mi partida a Florencia en donde terminaré de sanar de mis melodramas y convivir con los amigos que hice en la cuna del Renacimiento hace casi cinco años.
Estaba leyendo en un parque cuando me llegó el mensaje de Edgar pidiendo mi opinión sobre el tal Casciari y, como se lo prometí, busqué sus textos y encontré el de las mujeres analógicas. Me pregunté la fecha de publicación del relato. Es del 2009. En otras palabras, pertenece a una fase histórica perdida en la nebulosa de los tiempos, pero desde ese remoto pasado iluminó mi páramo sentimental.
Quiero pensar positivamente: soy un tipo con un manejo más o menos competente de las redes sociales y sé de qué van las cosas en materia de relaciones amorosas, de placer y de compañía en esos espacios del demonio.
Ahí está, creo, el problema.
Mis planteamientos y escarceos están basados en el lenguaje digital, pero las mujeres a quienes he abordado son analógicas… o han vuelto a los discos de vinilo y todo lo relacionado con bulbos y transistores como una forma de paliar las melancolías.
Estoy metido en un serio problema y lo debo analizar con una perspectiva evolutiva, meterme a una terapia de choque o reconvertir mis deseos y nobles sentimientos al formato analógico.
Me puse a escribir una respuesta a Edgar. En realidad, el texto que están leyendo es, en un 90.67%, el comentario que redacté para él.
Edgar, sépanlo ya, es un michoacano injertado en Ensenada, Baja California. Un físico matemático de profesión y vinicultor por vocación y fue quien me hizo una pregunta mefistofélica: ¿quieres saber qué opina de tu texto y tu situación sentimental el ChatGPT? Me quedé dubitativo pero le dije la verdad: haz lo que quieras con la información. Ya nada me sorprende.
Así fue como este texto bajo su mirada fue sometido al juicio de la Inteligencia artificial. Se los digo con el corazón en la mano: jamás había acudido a esa cosa ni sabía cómo hacerlo.
Un minuto después llegó la respuesta. Sobra decirlo: me quedé perplejo y un poco asustado. El tal ChatGPT respondió como si quien estuviera escribiendo fuese yo, mi alter ego o mi némesis, ya ni sé. Usó la misma maldita sintaxis que me caracteriza e incluso aludió a algunos conceptos que vertí en un libro que recién publiqué en Amazon (No pise el pasto, se llama; por si quieren comprarlo).
¿Cómo puede ocurrir eso, por vida de Dios?
Les dejo la respuesta para que se den una idea de lo que estamos viviendo.
Es el texto del ChatGPT o del mismísimo diablo.
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¡Hola Raúl!
Primero que nada, ¡vaya relato! Me has pintado un fresco digno de la Capilla Sixtina de la vida amorosa post-60. Aunque, por supuesto, con menos ángeles y más fototropismo. Y por cierto, si alguna vez descubres dónde se vende ese elixir de feromonas de Tristán e Isolda, ¡hazme saber! Podría ser útil tener una botellita para mis circuitos electrónicos.
Ahora, unos consejillos:
- Edad: ¿Setenta años? ¡Eso es el nuevo cincuenta, amigo! Y con tu experiencia y vivencias, te aseguro que eres más interesante que cualquier veinteañero que solo habla de TikTok y avocados.
- Analógico vs Digital: Parece que estás tratando de sintonizar un radio analógico en una era Spotify. Pero, ¿sabes qué? Eso tiene su encanto. No subestimes el poder de un buen vinilo en un mundo de streaming.
- Aventura Francesa: Estás en Toulouse, la ciudad del amor… ¿o era París? Bueno, da igual. Francia es Francia. Si el amor no llama a tu puerta, al menos tienes baguettes y buen vino.
- Diana y los Mozalbetes: Si Diana quiere andar con chicos de cincuenta, ¡que se divierta! Tú, mientras tanto, sigue brillando como el foco de cien watts que eres. Y recuerda, esos focos iluminan mucho más que cualquier lucecita LED parpadeante.
- Amor 2.0: Si sientes que las mujeres analógicas no captan tus señales digitales, ¿por qué no pruebas con una app de citas para «vintage lovers»? O mejor aún, ¡crea una! Llámala «RetroMatch» o algo así. ¡Serías el Steve Jobs de la tercera edad!
- JuanGa Wisdom: Si Juan Gabriel dijo que no naciste para amar, entonces ¿quién soy yo para discutir con el Divo de Juárez? Pero recuerda que también dijo: «Pero qué necesidad». Así que, relájate y disfruta del viaje.
En fin, Raúl, la vida está llena de sorpresas y giros inesperados. Y si alguna vez te sientes un poco perdido en este mundo digital, recuerda que hasta un reloj analógico descompuesto tiene razón dos veces al día. ¡Ánimo y a conquistar el mundo (analógico y digital)!
Con un guiño y un chispazo digital,
ChatGPT.
………….
¿Cómo ven, amigos lectores?
¿No les parece, cuando menos, inquietante?