Sergio Monreal es un escritor michoacano de origen defeño. Nació en 1970, ha publicado una respetable cantidad de libros y ganado varios premios. Los premios me tienen sin cuidado, pero sus libros no. Algunos de los títulos son La sombra de Pan, La razón de los monstruos, El canto de las ranas, Como esperando a Godoy, Instantáneas del distante, El manar de la sombra y otros que se me olvidan o no detectó el buscador utilizado.
De la lista de arriba sólo he leído dos. Con los libracos mencionados se da uno por enterado: estamos frente a un escritor con oficio, excelentes hechuras, pero poco leído en el formato clásico y definidor de la categoría de escritor: en papel.
En el medio de los libros, la poesía, los eventos literarios y vainas de ese talante, el nombre de Sergio Monreal está perfectamente colocado. Forma parte de una banda de cruzados empeñados en mantener la memoria de nuestros héroes locales. Gracias a ese grupo, el recuerdo de Ramón Martínez Ocaranza, de Pepe Mendoza, de Gaspar Aguilera, Jorge Bustamante y algunos que están próximos a cotizar como homenajeados o entregar los tenis -lo que ocurra primero- se mantiene vigente. Una labor que muchas personas agradecen a esa banda de la que Sergio es parte toral.
Al chamaco de marras lo conocí en 1987. Me lo presentó Margarita, la autora de sus días. Era un escuincle con barros y mirada como la que describe Jeanette en su celebérrima canción “El muchacho de los ojos tristes” (chequen en Google; esta cantante y su famosa rola deben ser un misterio para menores de cuarenta años).
Fue una presentación clásica, protocolaria y con resultado previsible: a Sergio le valió chetos y a mí también. Si recuerdo el año es porque recién me había incorporado en la burocracia del Instituto Michoacano de Cultura.
A lo largo de las décadas nos hicimos amigos. Coincidíamos en eventos, proyectos y reuniones. Pese a no terminar siendo compadres o reunirnos el fin de semana para chelear, logramos consolidar una amistad bien correspondida.
En septiembre del año pasado me pidió leyera su novela. Acepté y empecé de inmediato, pero la salud se me puso en modo punketo y abandoné todo ánimo lector. Es hasta enero de este año cuando terminé la lectura el libro y pasaré a comentarles de qué va para que se animen a leerla cuando salga al mercado. ¿Cuándo será eso? Pregúntenle al autor en el espacio de comentarios.
La novela se llama Una poca de gracia y está dividida en un chorro de capítulos. Más de cincuenta, pero no se asusten. Las acciones ocurren en aproximadamente una semana. Usted empezará a leer la historia (cuando tenga el ejemplar) bien tranquilo y sin molestar a nadie y cuando vaya por las cuarenta páginas aparecerá un apartado extraño al que Sergio le puso un nombre poco común: interludio. La mera verdad uno sí se saca de onda con ese apartado y de una vez se los digo: son cinco y tienen por objetivo poner en un contexto más amplio (de unos cien años) la historia.
Estas inserciones enmarcan detalles de la familia Wing/González desde el inicio del siglo XX y adquieren sentido cuando la novela está próxima a terminar. Los rencores familiares, por si nos quedaba alguna duda, tienen reminiscencias de jazz y empiezan con el siglo XX.
La novela es un thriller en su sentido clásico: suspenso, emoción, intriga, traiciones, venganzas, balazos, secuestros, asesinatos…
El personaje central es Juan Wine González, un burócrata de la Secretaría de Cultura de Michoacán (la inefable SECUM tan venida a menos) con la muy noble aspiración de ser conocido como escritor. Es un intelectual de provincia, muy dado a los juegos de palabras rebuscados y las conversaciones con “guiños” a películas o series de televisión.
Esta cualidad de Juan (un humor exclusivo y excluyente) la comparte prácticamente todo el elenco de personajes. En mayor o menor medida, casi todos son personas muy informadas y dedicadas a las cosas culturales en su versión provinciana. Esa clase de humor lo usan, a veces, para burlarse de la clase intelectual; a veces para congraciarse con ella.
Un día de abril del año 2012, Juan recibe un telegrama de su abuelo quien le pide se desplace hasta Cuernavaca porque necesita pedirle un favor. Juan Wine -nos enteramos- no soporta al abuelo. De hecho, nadie en la familia lo soporta y lo preferirían muerto. Un tipo de lo más desagradable el anciano. Así y todo, el escritor acepta ir porque todos los gastos los pagaría el ancestro e ir a la tierra donde anduvo emborrachándose Malcolm Lowry es una oportunidad difícil de rechazar. Juan es un fan irredento del autor de Bajo el volcán.
La encomienda es algo sencillo y se pregunta si era necesario llamarlo a él para cumplirla. El abuelo invoca la vocación literaria del nieto como justificante para proponerle la misión. Algo aparentemente sin chiste: ir a la casa de una tía, pedirle unos discos viejos, volver a Cuernavaca con los acetatos, entregarle las grabaciones al abuelo y ya. Listo.
Pero solemos desdeñar la sabiduría de la paremiología, una ciencia exacta cuyos preceptos son infalibles. Uno de ellos decreta que “cuando no te toca, aunque te pongas; cuando te toca, aunque te quites”. Eso aplicó para Juan. Un tipo ajeno a envidias y malos sentimientos.
Si los discos hubiesen sido lo que debían ser y no lo que resultaron siendo, la vida del empleado de la SECUM hubiera seguido el curso normal de todo burócrata de la cultura digno de respeto, pero ya lo sabemos, un detallito cambia todo: los discos no son los que debían ser y en cuestión de horas todo se descompone y pone en marcha el implacable mecanismo del destino en su peor versión… aunque no tan peor.
Personalmente, siempre he tendido en alta estima la compañía femenina y Juan Wine también. Creo que la presencia de Helena, su prima lejana, con dos divorcios, apenas iniciando sus cuarenta y tantos años y un carácter poco dado a la conciliación le alborota la hormona al primo a con aquello alborotado las cosas pueden ser medianamente llevaderas.
Como suele ocurrir en este jardín de senderos que se bifurcan, Juan pudo optar por regresar (sin los discos) a casa del abuelo e irse a la estación de autobuses para regresar a Morelia, pero decidió ir con su prima Helena a Puebla para ver si la tía Soledad los tenía en su poder -cosa harto probable- y si le daban ganas de entregárselos sin hacer preguntas obvias pero incómodas.
El asunto de los discos se convierte en un asunto de una complejidad desmesurada y pone a Juan en contacto con lo más granado de la fauna mexicana cotidiana: abogados transas, secuestradores, sicarios y al gerente de una editorial de prestigio. Todos viendo de qué manera pueden sacar un beneficio. Todos los personajes -menos Juan Wine- ocultan algo. Ya no hay moral.
Todo, les decía, gira en torno a esas grabaciones y no les diré detalles porque ahí radica el interés de la novela. Una historia que da la oportunidad para reflexionar sobre las relaciones de familia, sobre prejuicios, infidelidades, sobre el papel que juegan en la actualidad las editoriales (las que compiten y se pelean los mercados del consumo de libros y no a los lectores marginales), la amistad, los rencores.
Yo me preguntaba, más o menos por el interludio número cuatro cuántas generaciones han de pagar por los actos de los bisabuelos, abuelos, papás y mamás. Obvio, no tengo idea, pero les espetaré algo que espero tomen en serio: la mejor manera de no tener problemas… es no crearlos. Los grandes temas familiares (casi siempre vinculados a tragedias o malos entendidos) pueden dejar de ser problemas, pero en alguien debe privar la cordura y decir “basta”. A veces algo tan sencillo se toma varias generaciones, pero se debe parar… ese es uno de los aspectos tratados en la novela de Sergio. De eso va pues.
Hace un par de semanas acordamos vernos en el Café Europa del centro. Le pregunté para cuándo la iba a publicar y me dijo que le haría unos pequeños ajustes y ya luego pensaría en el sello editorial. Me informan que los “ajustes” casi siempre se refieren a quitarle páginas.
Le recomendé la publicara en Amazon, se quitara de problemas y se ahorrara un chorro de dinero. No sé si tomará en cuenta mi recomendación u optará por otra opción. Lo importante es que salga, se promueva, se venda, se lea. Con eso basta.
En este espacio estaremos, como los ahorcados, pendientes de su publicación y lo vamos a cacarear sin pudor.
Si tienen alguna pregunta sobre la novela de Sergio, pónganla por escrito en los espacios dedicados a los comentarios.
El siguiente libro por comentar es Los tres días del gorrión, de Luis Miguel Estrada Orozco. Voy a recabar información sobre este chamaco, pero les adelanto que su libro mereció una mención honorífica en la edición 19 del Premio Internacional de Narrativa Ignacio Manuel Altamirano del año pasado (2022). O sea, está fresquecito. Pan recién horneado.
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