“Nico y Vale, los espero en mi casa para celebrar mis 6 años. De favor les pido lo siguiente: Ir vestidos completamente de blanco. Llevar sus propios vasos, platos y cubiertos, de plástico para evitar accidentes; nada desechable. Y si me piensas regalar algo, que sea un juguete artesanal. Gracias, ahí nos vemos. Los quiere, Luciana”.
Debí inventar alguna excusa. La invitación era ridícula, un motivo para no ir. Aquella tarde no hubo más opciones. Cuando uno tiene hijos pequeños, los fines de semana dejan de ser días para el descanso, salir con los amigos, asistir a una cantina o sencillamente estar echado. Son parte del pasado, se vuelven en días intensos, demandantes. Quedarte en casa con ellos es la peor de las opciones. Por eso los cumpleaños se festejan los sábados o domingos, para tener alejados a las bestias por unas horas.
Además, le había prometido ir a Susana, la madre de la pequeña, a quien tenía años sin ver. La apreciaba y nos unía un romance turbulento. Sabíamos uno del otro, y de manera superficial, a través de Facebook. Por la red social supe que hizo cosas que la gente hace hoy en día. Que fue a Bali un año, que practicaba el yoga, que dejó de comer carne, que pasó una temporada en Playa del Carmen. Que participó en un documental sobre medio ambiente, que le gustaba andar en bici, que no se rasuraba las axilas, que adoptaba gatos y perros. Que se embarazó de su instructor de yoga, que vivieron juntos, que tuvieron una hija, que el instructor la dejó por otra alumna más joven, que se hizo lesbiana, que encontró el amor y la paz en los brazos de Aria, una mujer de rasgos masculinos. Que vivía feliz.
……
Entré a la fiesta con mis hijos agarrados de la mano. Valeria estaba espectacular, hermosa, sonriente, llevaba el cabello suelto, lacio, húmedo, oliendo a manzanilla, vestida de azul cielo, como la princesa Anna de Frozen. Del otro lado, con short azul marino y una playera del Manchester United, Nico era el niño más apuesto y agradable sobre la Tierra. Por mi parte, en nada parecía ser el padre de esas criaturas simpáticas, mi aspecto demacrado y amarillo como un Simpson despertaba siempre sospechas.
Odiaba las fiestas infantiles. Navegar con una multitud de niños desconocidos e inquietos siempre es amargo. Nunca fui afecto a los niños. Evitaba la visita de amigos que tuvieran hijos. Me mostraba parco con sobrinos pequeños. Tampoco me imaginé tener hijos. Cuando Nico nació era un hombre frustrado, me colapsaba la vida familiar, el engorro de la paternidad, pero también existía una frustración por el intruso, por acostumbrarme a él. Tenía miedo, miedo de que algo le pasara, pasaba noches en vela, a su lado, revisando que no le faltara el aliento. Y miedo a mí mismo, no quería ser un padre ausente, un padre vago, un mal padre. Uno debe ser un buen padre a pesar de lo que es.
Tenía el deseo de practicar una paternidad activa y cercana. Por lo tanto, y a pesar de que los niños no me simpatizaran, con los míos era distinto. Era paciente, los llenaba de besos a la menor oportunidad. Y responsable: ya dije que uno debe ser padre a pesar de lo que es, los hijos pequeños no saben de deudas, crudas, o del odio que puede profesar contra ti la madre que los parió. Los niños necesitan protección, atención y cariño. Punto.
Como mis hijos, yo tampoco iba vestido de blanco. Las personas que acuden a una ceremonia vestidos del mismo color -particularmente de blanco-, tienden al desequilibrio emocional, al fanatismo, a sacrificios humanos. Las otras indicaciones de la invitación deseé seguirlas, pero qué complicado es ajustarse a ciertos códigos, recomendaciones o como le quieran llamar. Sobre la espalda cargaba una mochila con vasos y platos de plástico y la Barbie que Vale escogió en Walmart para la festejada. ¿Dónde carajos iba a encontrar juguetes artesanales?, ya no había tiempo de ir a Quiroga por uno. Papi, ¿por qué todos están vestidos de blanco?, preguntó Vale, con los ojos desorbitados, confundida. Porque aquí sólo hay una princesa, y eres tú, dije.
La madre y la padrastra de la cumpleañera llegaron a darnos la bienvenida. La padrastra me barrió de pies a cabeza. Te presento a Salvador, dijo Susana, ya sé quién es, contestó con una sonrisa tan falsa como sus modales femeninos, estiró la mano y se largó. Ellos deben ser Nico y Vale, pero qué grandes y guapos están, confesó Susana. Nico y Vale corrieron a los inflables. Era de blanco, Salvador, siempre violando las reglas, no leí bien las instrucciones, me justifiqué.
Con algunas personas el tiempo es una mentira y nada cambia, a otros, el tiempo es un enemigo que les va desgraciando la vida. Susana era un ejemplo. En nada se parecía a sus fotos de perfil. Hay una verdad, nadie es tan feo como su licencia de conducir, ni tan guapo como su foto de Facebook. Conservaba, eso sí, la sonrisa nítida y franca de antaño. La expresión de sus manos era de una mujer segura, estable, de fiar, el tipo de mujeres que te encuentras en el supermercado y te recomiendan el mejor aguacate. La felicidad está comprobado: estropea la vanidad.
Nada quedaba de aquel cuerpo duro y esbelto, debajo de esa sábana blanca, Susana ocultaba un cuerpo pasado en carnes, unas piernas velludas y pelos rojizos debajo de las axilas, las tetas habían perdido toda proporción. ¿Dónde estaba la cintura angosta, las caderas anchas y perfectas para cosechar hijos sanos y guapos? ¿En qué parte de Bali, de Playa del Carmen, dejaste aquellas nalgas moldeadas y jugosas, Susanita?
Mientras hablaba, seguí recordando. Añoré sus muslos, porque sus muslos representaron todo para mí, porque eran bronceados, cálidos y suavecitos como la brisa del mar. Y pensé en lo afortunado que fui. Aturdido por los recuerdos, dije un comentario hipócrita: el yoga te sigue manteniendo guapa. Sonrió y me acompañó hasta mi mesa.
Una de las cosas más lamentables de las fiestas infantiles es compartir la mesa con otros padres. Y si los niños desconocidos me producen malestar, los padres desconocidos –y conocidos- me producen pena, depresión, y también malestar. Porque los padres son presuntuosos, presumen a sus cachorros con pedantería y exceso. ¡Sermonean y aconsejan cómo educar a nuestros propios hijos!, creen haberse convertido en personas cautas y sabias. ¡Pendejos!, la paternidad no proporciona ninguna sabiduría que merezca la pena impartir. El punto de vista de un padre de lo que está bien o mal en un hijo probablemente sea incluso menos acertado que lo que diga el vendedor de fierros viejos.
Pero si algo no soporto es a las madres controladoras. Y siempre que conozco a una, aprovecho para contar la historia de Clémentine, la madre primeriza que aparece en la novela de Boris Vian, el Arrancacorazones, madre de unos trillizos (de los cuales siente repugnancia, los llama “pequeñas larvas”) existen un poder controlador sobre sus vástagos que la consume. El delirio de Clémentine es enfermizo, les limpia el culo con la boca para evitar que se rocen, manda construir jaulas para protegerlos del mal.
El miedo y la obsesión crea un juego de contrastes, el mundo infantil, tan lleno de posibilidades, y el de los adultos, siempre rígido, complejo, incomprensible. Por eso no existen manuales para padres, mucho haríamos si procuramos que distingan lo justo de lo injusto, que sean empáticos con los semejantes, sepan responder un manazo con los abusivos, que conozcan ciertos límites pero que se desenvuelvan con independencia y libertad, que tengan confianza en sí mismos, sin temor al ridículo, sin temor a un mundo lleno de competencias innecesarias, que sepan que habrá más fracasos que logros, que sepan que no se acaba el mundo si llegan en cuarto lugar en la carrera de atletismo o si obtienen un siete en el examen de matemáticas.
¿Cuál sería el mayor deseo cuando tus hijos sean grandes?, preguntó un panzón, padre de unos gemelos igual de impertinentes y feos que él. Deseo en lo más hondo de mi corazón que no se parezcan a mí, solo eso, contesté.
Hay fiestas infantiles que sirven para que los adultos se emborrachen. No era el caso. De la casa me llevé un termo con ron, el cual bebí con moderación. Valeria vino a mí. Papi, ya tengo hambre. Alcancé al mesero que repartía bocadillos, tomé un par y se los di. Valeria, no escupas eso, sabe horrible. Papi, me llevé uno a la boca, sabía rico. La empanada estaba rellena de champiñones y espinacas, pero Valeria odia los champiñones, el jitomate, la cebolla, los emparedados. Odia la noche, peinarse, los besos en el cachete, ir a la escuela, despertar temprano, el calor. Valeria odia muchas cosas.
En el rincón preparaban hamburguesas. Supe que no eran de carne de res, los perros callejeros distinguimos los olores a varios kilómetros. Pedí dos, Nico hizo una mueca de asco y mantuvo el bocado en los cachetes, como los cuyos. Muérdele, Vale, sabe rico. Valeria sacó el bocado. Esto no es hamburguesa, papi, sabe horrible. Le di una mordida, la hamburguesa de lentejas sabía a madres, a mucho engaño. Ahorita que termine la fiesta vamos a los tacos, dije. A los de cabeza, papá, gritó Nico. La comunidad vegana nos volteó a ver decepcionados.
Sentado, frente a los otros padres, las manos me temblaban, sudaba, la cruda era brutal. Las melancolías volvieron. Hace diez años Susana y yo éramos medianamente felices. No pensábamos en el futuro, vivíamos el aquí y el ahora, éramos jóvenes y la juventud significaba coger, coger hasta desfallecer, hasta quedar deslechado.
Había llegado el momento de romper la piñata. Hay tanto qué deducir cuando un niño se para frente a esa olla llena de sorpresas y disfrazada de súper héroe. El temeroso, el alocado, el que pega con furia, el decidido, cuidado con el absorto, el que se queda inmóvil, con los ojos en otra parte. Valeria es decidida, Nico, alocado, tira al aire, con más posibilidad de descalabrar el cráneo de un compañero que de acertar un golpe a la piñata.
Al final, la hija de Susana ha encontrado la grieta y logra romperla, las niñas, como siempre, son más avispadas. De la piñata cae fruta, manzanas, naranjas, toronjas, cañas, jícamas, algunos mazapanes y cacahuates…, cae la decepción. Nadie se abalanza por el trofeo. Nico y Vale me ven desconcertados. Vámonos ya, papi, me dice Nico, la fiesta está bien chafa. Ya casi nos vamos, lo prometo.
Regreso a la mesa con Nico y Vale, están decepcionados. Por fortuna los otros padres han decidido cambiarse de lugar. A cierta edad tiene ventajas ser un apestado. Dos niños que tampoco se ve que la están pasando bien invitan a mis hijos a jugar. Los niños son como los perros, descubren siempre a sus iguales en medio de la multitud, dice Karl Ove Knausgard. Completamente solo, vierto un poco de ron en un vaso de agua de jamaica. Sabe bien. He dejado de temblar. Por fin siento el espíritu tranquilo. De lejos veo a mis hijos. Corren de un lado a otro. Tienen los cachetes rojos. Han vuelto a ser felices.
TE PUEDE INTERESAR