Nuestros hijos se asustan con el
ruido de los combates y se traumatizan con los
desplazamientos. Aun así, seguimos teniendo
hijos. Es lo único que le queda a uno cuando ha
perdido todo lo demás.
Un indígena en Colombia.
Una noche de lluvia seca como las lágrimas en los ojos de los niños extraviados, en una vivienda humilde, una madre lee un poema a su niño antes de dormir. La casa caliente, callada, melodiosa. El aire huele a leche tibia, a chocolate y bombón fundido. La alacena vacía, pobre, solitaria, espíritu lleno. El poema dibuja quimeras en la habitación y en el céfiro, éstas escapan como pequeños unicornios que cabalgan por un sendero de letras; trotan al compás de la música que se desenvaina de la voz de su madre:
“Somos dos pequeños unicornios / Huyendo de esos, los grandes líos / Aguantando esas ganas de llorar / Aguantando las ganas de callar / Qué pasa, mi pequeño unicornio / Que a pesar de correr en el mismo sitio / Jamás seremos en vez de dos, solo uno / Entendido que es mejor dormirse / Para jamás poder despertar / Para soñar que estaremos juntos / En otro lugar, en otro mundo / Donde nadie jamás, nos podrá separar”.
De pronto un estallido interrumpe las palabras de la madre, los cristales estallan, la portezuela principal es abierta bruscamente, los pasos se sienten cada vez más cerca, se escucha el fragmentar de los cartuchos, retumban los muebles, los jarrones, los retratos, la casa es examinada sigilosamente, demolida y violentada.
En la habitación del pequeño una tormenta lo gobierna todo, relámpagos vivaces se arremolinan en el techado, los unicornios no pueden volar y suavemente son abducidos por el vértigo de la borrasca hacia la nada, quedando al asecho de las centellas que parecen perforar el piso, trozar los árboles y desbordar las aguas. La tormenta no cesa, el estallido de los truenos es aterrador, pronto serán abducidos por el ojo del torbellino hacia la eternidad.
La madre se fue acercando lentamente al unicornio, hundiendo su dorado cuerno en el pecho del pequeño, quien cae rendido en un profundo sueño del cual no despertará jamás.
Los dos duermen sutilmente en la alcoba, en los pasajes de una elegía eterna. Ya no hay más tormentas que resistir, ni detonaciones, ni centellas, ni balas de que cubrirse.
Era una noche de lluvia seca como las lágrimas de los niños extraviados, en una vivienda humilde, una madre perece con su niño. La casa caliente, callada, demolida. El aire huele a sangre tibia, a pólvora y hollín. La sala demolida, menguada, destrozada. El poema continúa dibujando figuras en la habitación y en el viento, escapan como pequeños unicornios que cabalgan por un sendero de letras, trotan al compás de la música que se desenvaina de los cilindros de las armas de fuego.
*En conflictos armados, escuelas, casas e incluso hospitales, son objetivos de las fuerzas armadas. De este modo, miles de personas inocentes se convierten en víctimas de ataques y, tras el final de un conflicto, minas antipersonas, bombas de racimo y otros restos explosivos continúan golpeando a civiles. Como resultado, mucha gente, niños en su mayoría, mueren cada año.
Imagen: Bettmann/CORBIS. 01 Nov 1967, Saigon, Vietnam.