Mi abuela nació en julio de 1915. El año pasado le festejamos su cumpleaños 98 con una comida donde había gente que incluso yo no conocía. Mi abuela se llama Isabel y aunque nació en Michoacán, gran parte de su vida la ha pasado en el Distrito Federal, donde vivió con Magdaleno, el abuelo que falleció hace más de una década.
Por Francisco Valenzuela
Mi abuela, a quien a estas alturas ya “se le va el avión”, nos ha contado decenas de anécdotas, entre ellas que tuvo muchos novios, la mayoría feos, “muy feos”, remarca, y es que se le hacía mala onda decirle que no a algún pretendiente.
Católica y conservadora a más no poder, la carismática Mamá Isabel tuvo siete hijos a quienes por razones obvias bautizó con nombres de santurrones, de ahí que tres de ellos se llamen como los arcángeles: Miguel, Rafael y Gabriel. Las mujeres son Isabel, Guadalupe y Estela, y el otro varón, mi padre, se llama Francisco y es el mayor.
De todos, el único que pudo concluir sus estudios profesionales es Gabriel, el arcángel malvado, pues meterlo a la UNAM solo lo hizo ateo y rojillo. “Entran a la universidad y dejan de creer en Dios”, reclamaba mi abuela cada vez que Gabriel se negaba a ir a misa. El arcángel bíblico es el patrono de los comunicadores porque, dicen, fue el encargado de anunciar que el hijo de Dios se hacía hombre, pero a Gabriel, mi tío, lo único que le gusta anunciar es que Dios no existe y que los religiosos son unos lacras.
Es en casa de mi abuela donde paso todas las navidades. Esto ocurre desde que yo era un chamaco y ahora que soy un treintón soltero la tradición sigue intacta. La mayoría de primos e incluso algunos sobrinos ya se han casado y tienen hijos, así que mi abuela solía presionarme con: “¿Hijo, y tú no te piensas casar?” “Búscate a una buena mujer, que te planche, que te lave y te dé de comer”. La insistencia ha cesado conforme mi abuela envejece más; ahora ya no me reconoce, o eso dice: “¿Y esta criatura quién es?”, le pregunta a los demás, quienes nunca responden con seriedad: “Es un vago que vino a pedir limosna” o “Es un mariguano, amigo de Gabriel”. Si la abuela anda en su rato de lucidez, seguirá el juego: “Pobrecito, míralo cómo está de flaco y sucio, dale un bolillo, Estela, y un vaso con coca”.
Las navidades se ponen intensas si van todos los hijos de Mamá Isabel. Cuando ello ocurre, no hay mesas ni sillas que alcancen, así que la tribu se acomoda donde puede para cenar y el ritual de los abrazos se extiende por varios minutos, ya que hablamos de varias generaciones, desde gente mayor y hasta pequeñas criaturas que aún no saben caminar. Ya entrada la noche, el tío Miguel encenderá el Karaoke, momento aterrador para mí, pues se traduce en canciones de Vicente Fernández, Timbiriche y Joan Sebastian.
Otra de las características de estas reuniones decembrinas son las largas discusiones políticas entre el arcángel Gabriel y su hermano Francisco, mi padre. El primero es izquierdista, mientras que su hermano mayor tiende más al centro con ciertos guiños a la derecha. Esa es una combinación explosiva cuando se tratan temas tan delicados como la Reforma Energética, “un robo”, dice Gabriel, “necesaria”, refuta Francisco. Este sano y a veces acalorado intercambio de ideas es tanto o más tradicional que arrullar al niño Jesús, pues data desde los 90 con la irrupción del EZLN, sin que haya faltado la huelga de la UNAM encabezada por “ese vándalo del Mosh”, según mi padre, “pues vándalo, pero lleva promedio de 10”, decía Gabriel. A mí la verdad me incomoda ser parte de estas polémicas porque sé que terminaré apoyando a mi tío y eso sería como traicionar a mi padre, pero más que eso, siempre soy el pesimista que resume con “todos son igual de corruptos y vendidos”, cosa que la verdad no aporta nada a la charla y solo deja en claro mi eterna indiferencia por las cosas que suceden a mi alrededor.
Lo de arrullar al Niño Jesús es, creo, un poco más relajado, sobre todo cuando nadie se sabe bien las oraciones y cantos, lo que provoca más risa que fe.
Esos y más detalles hacen que al menos en mi familia directa nadie se quiera perder las vacaciones con la abuela. En cada Navidad hay nuevas anécdotas y otras que siempre se repiten, como si nunca las hubieran contado. Mi madre es especialista, así que cada diciembre recuerda cuando a mí me apodaron el “Santo Entierro” porque de niño nunca me movía de mi lugar, o cuando me emborraché con Padre Quino a la edad de nueve años. Mi madre nunca ha consumido drogas y solo le gustaba el pulque cuando era chamaca, tal vez por eso posee una memoria privilegiada cuando cuenta algo; no importa si ya han pasado 35 años, mi madre recordará hasta el mínimo detalle: “Teníamos 5 años de vivir en el Pedregal y yo estaba por ir a las tortillas, con doña Paz, cuando me avisaron que Paty se había caído de la bici; me quité mi delantal café, apagué la radio, cerré con doble llave y fui a buscarla”. ¿Cómo puede recordar todo? ¿O lo inventa para hacerse la interesante? Otro ejemplo: “Carlos era un diablo, una vez que se portó muy mal su papá y yo le dijimos que lo íbamos a llevar a la correccional, y en vez de asustarse, se puso sus zapatos nuevos, unos Flexi que le compramos en el centro, y se subió al coche, por la puerta de atrás, bien contento porque se iba de la casa”. Lo ha narrado con precisión todos los años, y apuesto que lo hará el que viene.
Si se casó con mi padre será por algo, y es que él tiene la misma memoria fotográfica; si alguien, por ejemplo, dice que hay mucho tráfico en Doctor Vertiz, mi papá inmediatamente sacará de la manga un recuerdo: “Uy, cuando me cambiaron de unidad en la chamba, en 1974, en Doctor Vertiz no había nada de tráfico, es más, no había negocios, solo estaba una zapatería española y un taller mecánico. Por ahí pasaba con el taxi todos los días, una vez recogí a una señora como de 56 años ahí mismo, estaba vestida con un abrigo enorme y me pidió que la llevara a Tlalpan, ahí por donde estaba la otra oficina de la delegación. Le cobré 14 pesos y como me pagó con uno de 20, no tenía cambio y le dije que echáramos un volado, y le gané. Luego me fui al billar, pero terminé jugando dominó, le hice tres veces zapato a Juan, un albañil de por aquí abajo”.
Después, mi tío Gabriel dejará del lado los temas políticos y contará anécdotas de sus amigos de juventud: El Cacho, El Sipi, El Tejón… puros mariguanos que hoy son albañiles en retiro o simplemente desaparecieron de la colonia, o los mataron, o los metieron a la cárcel por robar autopartes. Luego veremos películas y esto será otro debate, pues a Gabriel le gusta el cine con mensaje o social, a mi padre le gustan las de acción y a mí ese cine de arte que a todos aburre. Mi mamá no tiene problema, pues independientemente del género o estilo, se quedará dormida apenas pasen los créditos iniciales.
Y así, más o menos el 30 de diciembre la familia regresa a Michoacán, no sin antes recibir la bendición de la abuela, que podrá olvidar nuestros nombres o nuestras caras, pero nunca olvida su “Que Dios te lleve por buen camino, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, tras lo cual, uno le dice: “nos vemos el año que entra, mamá Isabel” y ella siempre, desde que yo recuerdo, dirá: “Uy, hijo, el año que entra ya no voy a vivir, a lo mejor me vienes a sepultar”.
En eso, para fortuna de todos, mi abuela se sigue equivocando.