Por Raúl Mejía
Pasé unas semanas durmiendo de corrido hasta las siete de la mañana. Luego volví a lo que, estadísticamente, es mi “nueva normalidad”: dormir bien a secas, ese dormir que no cobra la factura de la somnolencia artera a lo largo de la vigilia; esa forma de estar en el mundo de manera funcional, operable pues. Nada de andar bostezando a todas horas o soñando con “un coyotito” en donde se pueda.
Antes me daba risa esa imagen de un viejo durmiéndose en cualquier lado y a cualquier hora. Pienso en las fotos de “legisladores en plenitud” dormitando a media sesión. ¿No son divertidas? Todos estarán de acuerdo en eso. Sobre todo si la esencia de las sesiones en donde se decide el destino de la patria son atrozmente aburridas ¿cuándo ha sido divertido salvar al país de alguna amenaza? Hoy, esa amenaza es el neoliberalismo, otros dicen “es el populismo” y otros, menos complicados, sólo atinan a decir, citando la sabiduría de una canción famosa hace décadas: “todo es tan relativo, amor ¿no lo ves?”
Aunque a todos nos da sueño debemos ser justos: hay de sueños a sueños. Me refiero a ese lapso esencial para el descanso -no aplica con los sueños de trascendencia, por ejemplo. Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Punto.
Quienes pasamos -de manera aleatoria- del sueño reparador (o casi reparador) al desnaturalizado, primero nos sentimos culpables. Eso de andar despiertos a huevo es una actividad agobiante, ruborizante. Por eso quienes padecemos de sueños reparadores y luego (sin previo aviso) sueños interrumpidos, salimos a la vigilia con la fe puesta en no quedarnos dormidos en el transporte público o en medio de una charla.
Por eso, la imagen de un tipo dormido o un legislador cuajado y babeando nos hace “desternillarnos de risa”: parece lo hacen adrede, pero no. A “cierta edad” uno debe agradecer a la vida poder dormir aunque sea desordenadamente.
Se necesita vivir la experiencia de la cotidianidad desnaturalizada para lograr la empatía con esos seres de vigilias difíciles de sobrellevar. Recuerdo cuando Fer, uno de mis hermanos, mencionó de pasada y sin darle demasiada importancia, cuánto admiraba mi capacidad para quedarme dormido.
Lo dijo mientras pasábamos unas vacaciones en un formato muy mexicano: con la familia cercana, ampliada y lejana en la playa. Incluso rentamos un autobús porque éramos tres decenas de primos, sobrinos hermanos y amigos. Nota adicional: la facilidad para quedarme dormido es añeja. Entre subirme al medio de transporte y “cuajarme” no pasan quince minutos.. . pero antes nadie se percataba de ello.
En esos días playeros en familia pasaba por una fase de sueño rebelde y una insobornable necesidad de micciones (casi) imposibles que sólo hacían más compleja mi incorporación a la vida: me paraba a mear cada dos horas y bueno, luego del desagüe me tomaba conciliar el sueño al menos una hora. En suma: dormía dos (horas) entre cada visita al mingitorio en lugar de las ocho reglamentarias y “de corrido”. Eso, señoras y señores, no es vida.
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Para mi hermano era admirable; para mí, normal. Luego de desayunar bajaba con mi Kindle, me tumbaba en la tumbona con vista al azul Océano Pacífico, leía cuatro páginas y bye. A babear y soñar con el tiempo perdido y luego recobrado.
Cuando el comentario de mi facilidad para quedarme babeando en brazos de Morfeo en cualquier lugar fue dado a conocer, mi postura ante ese hecho -un tanto ruborizante- había cambiado: ya no me preocupaban los chismes, opiniones ni bromas del personal y ya había logrado conciliar esa forma de vida fragmentada. Es más: estaba terminando los lineamientos generales de un ensayo en donde se ponderaba la necesidad de articular acciones tendientes a rentabilizar el caos del 23% de la población mundial acosada por los demonios del insomnio.
Me preguntaba los motivos para ocultar lo evidente: somos hartísimos quienes transitamos la noche como zombies y enfrentamos la vigilia con agobios, como La muñeca fea de la canción de Gabilondo Soler: temerosos de que alguien nos vea.
Alguien debe darle un sentido solidario al delirio de las vigilias desnaturalizadas. Pienso en locales virtuales para recibir, entre la una y las cinco de la madrugada, a quienes no pueden dormir por tal o cual causa y han arribado al grado de cinismo o confianza en sí mismos como para decir “me gustaría charlar con los vecinos de al lado”.
Podrían terminarse lecturas de novelas, ensayos o quizás hasta libros de poesía (no es probable, pero puede ocurrir). No es necesario construir recintos especiales. Basta con la honestidad de conectarse a Whatsapp y anunciar “si alguien quiere hablar sobre el mundial de Qatar o de cualquier cosa, lléguenle a mi casa, seguro estaré despierto dos horas; si la empresa les resulta impracticable, conéctense al Whatsapp”.
Lo menciono porque en estos tiempos -y gracias a los avances tecnológicos- cuando uno se descubre despierto a deshoras no abre un libro ni se pone a arreglar la licuadora. No. De inmediato se va a la compu a checar quienes están atentos al Whatsapp o cualquier red social. Ahí se puede ver a Pedro, Juan y varios, anunciando al mundo (sin decirlo abiertamente) su condición de infelices insomnes, enviando a todos sus conocidos el artículo recién leído en alguna revista o periódico.
Así es: el gustado placer de mandar escritos a una lista de docenas de conocidos como si todos estuvieran ansiosos por saber cómo se hizo millonario el esposo de Paris Hilton.
Textos que nadie lee, por supuesto, porque la suspicacia ya es muy suspicaz y sabe lo obvio: esa costumbre de mandar masivamente lecturas no tiene nada de personal ni de entrañable. Nada de un mensaje personalizado al destinatario. Ejemplo: “Raúl, sé cuánto te gusta saber de la vida de las celebrities y este artículo te va a encantar”.
Un comentario así hace que el receptor se sienta “tomado en cuenta” por el emisor, pero no. Nada de eso: se envía masivamente. Es una compulsión por lo ecuménico aunque sea circunscrito a unos cuantos. No hay nota personal. Sólo el texto. ¿Alguien lee esas muestras de ociosidad?
Yo, no (bueno, a veces sí).
Los peores no son personajes como Pedro, Juan o varios, sino otros que merecen ser llevados a juicio por cursis y mamones. Me refiero a esos ciudadanos que para todo mandan “bendiciones”. También son ecuménicos pero, a diferencia de todos los “pedros, juanes y varios” del mundo, estos sí llegan a más personas y no hay forma de espetarles un sincero “¿no tienes algo mejor por hacer?” porque no hay forma de objetar tanta bondad ni de restregarles un “por piedad, ya no me bendigas tanto”.
No es de buena educación pero ¡qué hueva recibir tanta espiritualidad! Disfrutan enviando las buenas noches, los buenos días, las buenas tardes, la buena navidad y el feliz día del compadre con toda la parafernalia iconográfica al alcance.
Pero bueno, esa plaga de ciudadanos que sólo quieren amar al mundo y nos encomiendan a Dios todos los pinches días tienen una bendición (así de paradójico va el asunto) de la cual carecemos los apóstatas: no conocen el insomnio y son más felices que la humanidad no bendecida.
Estos sujetos y sujetas nimbadas de amor al prójimo no son de mi interés. Es más: me gustaría se les bloqueara la sinapsis… pero eso sólo es un deseo justiciero.
Mi interés es reivindicar a esos otros seres atribulados que espero despierten (aunque suene redundante) y se organicen para hacer llevadero el caos de la vigilia; sobre todo a las tres de la mañana.
Ahora bien ¿se puede dar un sentido al desvarío de esos millones de insomnes involuntarios? No tengo idea, pero me parece prudente ser menos ambicioso y aprovechar las ventajas del Whatsapp. ¿Cuántas veces me han visto conectado algunas amistades y conocidos a altas horas de la noche o la madrugada preguntándose qué hago a esas horas pegado a esa aplicación? ¿Cuántas veces he visto a Fulano o Fulandraca conectados esperando el milagro de la conversación?
Muchas veces. Es más: a diario.
Pero nadie osa perturbar la paz del náufrago a la mitad de la oceánica noche, sin asideros y deseando que alguien lo pele sin juzgar su atípica conducta. En estos extraños casos, sí hay respeto. Ninguna relación con los infecciosos grupos de Whatsapp del trabajo, la escuela, la familia o los vecinos. Guácala.
Hace unos meses, Jorge -compañero de desvelos y amigo de un elefante del zoológico- me escribió, a las dos de la mañana, para contarme algo sobre su embeleso al ver la última peli de Clint Eastwood (Cry, macho). Ponderó la vitalidad y talento del viejo Clint a sus más de noventa años. Mi opinión sobre Eastwood es favorable, pero de eso a que haga cosas maravillosas cada rato hay una distancia grande. Le escribí lo de aquí abajo:
Como la opción de charlar está definitivamente cancelada o pospuesta hasta el recurrente espacio anímico del “nomás que pase esto de la pandemia” (escenario que nunca más volverá a darse) he empezado a soltar pequeñas piezas de opinión respecto a lo que algunos amigos me envían y que a veces leo.
Ayer me enviaste (y seguro lo circulaste entre varios amigos regados por la geografía continental) dos textos y me detengo en uno: la peli de Eastwood: Cry Macho. Ese Clint es un cabrón ejemplar aunque esa ejemplaridad no le permita hacer buenas películas nomás por ser un casi centenario ejemplar ¿verdá? Hace rato no le veo una peli decente que no pase por buena. Ojalá yo siga haciendo textos pasables (y eventualmente) entretenidos cuando tenga su edad y (obvio) ya me hayan dado el Premio Eréndira.
Mi ansia de trascendencia municipal no puede prescindir de ese galardón.
De inmediato te digo, Jorge: me dan ganas de ver esa cinta de Clint porque tengo la fe puesta en que antes de pelarse para el otro mundo dejará una buena historia a nuestra disposición. ¿Como Gran Torino al menos? No sé. Esa fue su última peli memorable, a la altura de un vejete ejemplar.
Hasta el párrafo anterior tengo la impresión de que ya te dije lo que quería decir pero haré “otro aporte” a la charla y al final lo vincularé con el actor que nos ha une en estos momentos.
Hay una serie en la plataforma Prime Video que es, sencillamente, memorable. Se llama Modern Love (primera temporada). Unas historias deliciosas, todas muy reflexivas, actuadas con solvencia y dirigidas por directores que saben lo que traen entre manos.
Luego de terminar esa primera temporada y dejarnos, a miles, ansiosos por una segunda fase de Modern Love finalmente llegó la nueva tanda de episodios que son malísimos. No me meteré a analizar cosas de la pantalla porque no tengo credenciales para hacerlo. Soy un simple consumidor de libros, pelis, música, tiempo y vida.
Lo que sí diré para terminar con el viejo Clint, es que la primera temporada de Modern Love es dirigida por directores de edad madura. Semi vejetes pues; la segunda, por jóvenes. Para mí, la primera es infinitamente superior a la segunda que me aburrió -por cuestiones generacionales (creo).
Clint nunca me ha aburrido. Sé que hace rato no hace buenas cintas, pero eso es culpa de él por haber dirigido Gran Torino, Los puentes de Madison, Bird, Unforgiven, Un mundo perfecto, Mystic River, Million dollars baby y otros trabajos. La reseña que enviaste y otras leídas, apuntan a que la del macho chillón es una película decente. Con esos tonos de personas sabias. Si a los noventa uno no cotiza como sabio es que todo es en esta vida puede ser una broma… y chance lo sea.
En fin. Clint podrá gustarme mucho o menos, pero nunca me aburre y eso, Jorge, es esencial en la vida: no aburrir a quienes nos rodean.
Me despido. Ya no pregunto cuándo nos vemos porque formas parte del sector que se cuida como si cuidarse tuviera sentido…
Eso fue una charla a altas horas de la madrugada. Cuando le pregunté los motivos para no responder a mi encendido monólogo me respondió, lacónico: “me quedé dormido a la mitad ¿por qué no escribes textos menos extensos? Por eso nadie te quiere”.
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No sean díscolos, hagan un esfuerzo y compren mis libros. Están bien accesibles. Uno de ellos (Los mismos sueños húmedos) con prólogos de Gustavo Ogarrio y Roberto Sánchez incluso está en dos versiones: papel y electrónico. Gracias.
Ni se molesten, conozco la salida (versión electrónica; no hay de otra):
Los mismos sueños húmedos (versión en papel):
Los mismos sueños húmedos (versión electrónica):
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