Por Claudia Pedraza
Muy bonitos los desfiles. Muy ilustrativos también. En ellos vemos con qué nombres se ha escrito la historia de este país. Ahí va por la calle, nuestro niño con la cara llena de algodón simulando una barba, representando a Don (la barba siempre lleva consigo el título de “don”) Venustiano Carranza. A su lado, el flaquito con bigote pintado y sombrero de ala ancha que la hace de Zapata. Con él, el gordito al que las maestras siempre eligen para que salga de Pancho Villa, con sus “fuscas” enfundadas, estrenando zapatos (y ampollas).
Nunca falta el del cabello lleno de gel para simular el peinado relamido de Madero, aguantándose el calor por el traje que debe llevar. Y con ellos, unos cuantos más, que lo mismo podría ser Obregón, De la Huerta, Orozco y otros tantos nombres de “los hombres” que forjaron esta nación.
Porque al buscar en los desfiles, en las monografías, en los libros de texto, parece que este país surgió gracias al valor de puros hombres ¿Y las mujeres? ¡Ah, claro que están! Detrás del contingente de escolapios haciéndola de “hombres ilustres”, encontramos siempre a decenas de niñas con sus trenzas, sus faldas largas, y sus carrileras cruzadas en el pecho. Nuestras “Adelitas”, sin rostro, sin monumentos, sin calles nombradas en su honor (imaginen a nuestros normalistas tomando la “Avenida Adelita”).
Cierto, La Historia (esa que se escribe con mayúscula y que leen en la escuela quienes hoy desfilan) nos ha presentado la figura de “La Mujer” en la Revolución encarnada en “La Adelita”, la soldadera que seguía la bola, que prendía los fogones, que repartía su querer entre la tropa y sus balas contra los federales. Pero “La Adelita” mantiene en el anonimato a cientos de mujeres, con nombre y apellido, que participaron en el movimiento armado. Que no se llamaba precisamente Adela. Que no se unieron al movimiento por amor a un soldado sino por convicción de una causa. Que no eran coronelas o generalas porque ese era el rango de su hombre sino porque se lo habían ganado en batalla. Que eran mujeres revolucionarias en todos los sentidos.
La Historia no hace desfilar a niñas disfrazadas de Juana Belén Gutiérrez, Dolores Jiménez o Elisa Acuña, quienes en diarios dirigidos y escritos por ellas mismas propagaron las ideas de los Flores Magón. Ni de Carmen Serdán, quien desde la cárcel, organizaba juntas de apoyo a Madero. Ni de Mariana Gómez, quien se encargó de la carga de caballería en la toma de Ojinaga, que tantos puntos le dio a Villa. Ni de Carmen Robles, quien tuvo que vestirse de hombre para que las tropas de Zapata respetaran su rango de coronela. Ni de Hermila Galindo, secretaria particular de Venustiano Carranza, quien se desgastó la voz en cuanta tribuna pudo para convencer a nacionales y extranjeros de la validez de la causa. La Historia tampoco cuenta que el Congreso Constitucional de 1917 (ese que nos han enseñado es el máximo logro de la Revolución) les negó el derecho al voto a todas estas mujeres, a pesar de haber luchado hombro con hombro.
¿Será muy absurdo preguntar cuándo veremos desfilar a estas mujeres? Quizás. Pero ya es tiempo de dejar de pensar a las Mujeres de la Revolución (así, en plural) sólo como “La Adelita”, aquella que se fue con otro, para pensarlas como aquellas que recogían los campamentos, que cuidaban a los enfermos, que eran correos, que funcionaban como espías, que escribían periódicos, que eran estrategas de batallas, que eran oradoras. Que de verdad buscaban revolucionar una situación de opresión que no nada más tenía que ver con un dictador.
A ellas, ¿cuándo les hará justicia la Revolución?