Ramón Lara
El vaho caliente del alcohol hacía que soportara el frío de la noche. Aún no perdía la conciencia, pero los diálogos de la fiesta lo traían preocupado:
“¡Dios! Este frío me congela el pensamiento. No, no es el frío, es el alcohol que mina y mata mi cerebro. ¡Demonios! ¿Por qué no puedo dejar de tomar? ¿Estaré condenado a ser un borracho para siempre? Aunque la tomada no es mi problema: la autoridad, ese es el problema de todo borracho”.
Tenía que seguir derecho, pero cambió su ruta y se fue calles arriba.
“Me dijeron que al primo del Chano le dejaron las tripas de fuera los policías; yo no creo que sea cierto. Por eso les dije que no inventaran, que a otro perro con ese hueso. No, yo no tengo ese destino…
“¡Ah!, pero el que sí se reventó fue el zambo Tolentino cuando dijo que a él los poli-asaltantes lo bajaron de su carro, sin deberla ni temerla, casi a besos, debido a que los representantes de la autoridad, al pasarle báscula, para detectar si traía armas entre las piernas, le sobaron los huevitos.
“¡Vade retro! Ojalá y no me encuentre con esos policías maricones: pero cómo saber, cuándo son o no lo son; después de todo, de noche todos los gatos brincan las azoteas.
“No he cometido un desacato, pero me siento extraño, molesto y desconfiado de las leyes y de los que la aplican. Y cómo no estarlo, después de haber leído y comentado en la reunión literaria El Proceso.
“Siento como si mi personalidad se desdoblara, convirtiéndome en Joseph K., y no supiera si soy inocente o culpable… Pero qué he hecho. Por suerte todavía nada”.
Rodeó la cuadra, y siguió adelante.
-Hey, usted, identifíquese
La voz, que no era vacilante, sonó castigadora.
-Yo soy yo…
Contestó enseñando un diente.
-No te hagas pendejo, cabroncito.
Le respondió la voz de la justicia, al tiempo que lo golpeaba y le mataba sin misericordia las lombrices. El desmayo fue instantáneo y el proceso continuó su curso, hacia le presa de Cointzio.
Cuando despertó… se mordió la lengua, se pellizcó las mejillas y se esculcó de cabo a rabo para comprobar si estaba completo. Y tan completo estaba, que dos piedras amarradas colgaban de sus pies.
A los cinco metros, sus oídos explotaron dejando en la turbulencia del agua un hilillo de sangre. Entonces notó que le crecían escamas, aletas y sus oídos se transmutaban en branquias. Su cerebro se redujo al del tamaño de un pez y atinó a razonar que era una horripilante criatura más, de las pesadillas de Franz Kafka.