Héctor Echevarría
La gloria es una incomprensión y quizá la peor
Jorge Luis Borges
La historia de la literatura está repleta de estatuas glorificadas, autoridades consagradas, estilos anquilosados y entidades marmóreas colocadas en nichos altísimos. Aquí y allá se escucha comentar con entusiasmo la obra de un escritor; aquí y allá se repiten los mismos juicios en torno a una figura literaria. Poco o nada se rescata del legado estético de un autor, que únicamente se mantiene vivo en la medida en que el lector se acerca a una obra literaria con ojos nuevos. Las cosas así, resulta difícil mantener renovada la mirada en torno a una galería cuyas obras ya no admiten confrontación.
Podríamos culpar a los críticos o historiadores de literatura, esos individuos petulantes, académicos y rígidos que pretenden enjuiciar el valor artístico de una obra atendiendo a los cánones de la época o a las opiniones vertidas en las tertulias o “charlas de café” de sus colegas. Podríamos culparlos a ellos y espetarles en la cara: “Ustedes tienen la culpa, ustedes pervierten con sus juicios lo genuinamente vivo de una obra literaria. Ustedes son los culpables de momificar a los grandes de la literatura, a esas soledades que nunca quisieron convertirse en figuras estatuarias a la vista de los estudiantes universitarios, ni mucho menos en el tema de conversación de los catedráticos de literatura.
O podríamos culpar a los lectores incautos, a quienes repiten indefinidamente los juicios de “los que saben” y se consideran incapaces de reinterpretar una obra y exclaman: “Te recomiendo leer a tal autor porque el Gobierno Francés le entregó la Legión de Honor y las ventas de sus libros se han incrementado”. Desafortunadamente, en el mundo hay demasiado esnobismo que, en lugar de mantener vigente una obra, la colma de incomprensiones.
Así, podemos afirmar que si bien es cierto que una forma suprema de la injusticia literaria es el olvido, también es verdad que bastantes escritores han sido víctimas de lo que Rilke definió como “la suma de malentendidos” que es la gloria literaria.
Para ilustrar lo anterior pongamos por caso la obra de Franz Kafka. No es un misterio que el escritor checo pidió a su mejor amigo, Max Brod, que incinerara sus novelas y escritos. Según afirman sus biógrafos, fue su última voluntad. Sin embargo, en defensa de la literatura, Max Brod no le hizo caso y por eso conocemos la obra de un escritor tan original como Kafka. Tampoco es desconocido que el autor de La metamorfosis no adquirió reconocimiento universal sino mucho tiempo después, cuando los lectores de todo el mundo se identificaron con la temática kafkiana, que refleja las enormes paradojas de la existencia humana.
Kafka fue un autor que “nació póstumo” – según la definición de Nietzsche –, sin tener lectores durante su vida; pero con el paso del tiempo se ha convertido en un escritor imprescindible, principal influencia de los autores del siglo XX y comienzos del siglo XXI. Pese a todo, la obra de Kafka también ha sufrido la incomprensión de la fama literaria. Así lo deplora Milan Kundera en un artículo titulado “¿Y si Kafka no fuera kafkiano?”, donde señala que la mayoría de los lectores de Kafka se acerca a su obra con el presupuesto de encontrar ese “mundo kafkiano” tan comentado por críticos y estudiosos de la literatura. Se ha creado una imagen de Kafka incluso antes de acercarse a sus libros; Milan Kundera nos recomienda librarnos de ese concepto, de esa prefiguración, y aprender a leer con ojos nuevos la obra del escritor checo.
Por eso es tan importante ejercer una “fenomenología literaria”, “cambiar los grandes billetes de la comprensión consagrada por humildes moneditas”, tal como lo recomienda el filósofo alemán Johannes Pfeiffer. Para ello resulta indispensable aprender a “derribar ídolos”, porque de lo contrario corremos el riesgo de que esas estatuas marmóreas de la literatura se hagan insoportablemente rígidas y nos aplasten la cabeza.