“Debo decirte que para mí Esperando a Godot es una historia de amor”, me dice mi amigo Luis con el ceño fruncido, como descartando la posibilidad de que yo, amante de las interpretaciones juiciosas, refutara su idea.
A Luis Alfonso
Por: Héctor Echevarría
“Es la historia de dos individuos abrumados por el sinsentido de la existencia que, sin embargo, reclaman para sí una esperanza, probablemente la esperanza de su simultánea disolución”.
Mi amigo Luis es un profundo lector de las obras existencialistas. Ha leído La náusea y El muro, de Jean-Paul Sartre; El mito de Sísifo y El extranjero, de Albert Camus; El concepto de la angustia, de Kierkegaard; El innombrable, de Samuel Beckett. Y ahora que le he prestado la mundialmente conocida obra de teatro Esperando a Godot ha emitido múltiples opiniones que me han parecido sumamente originales: “Por ejemplo, Héctor, hay un fragmento de la obra que revela la necesaria unión de estos espectadores del vacío que son Vladimir y Estragon. Te lo voy a leer:
ESTRAGÓN: Siempre encontramos alguna cosa que nos produce la sensación de existir, ¿no es cierto, Didi?
VLADIMIR (impaciente): Claro que sí, claro que sí, somos magos. Pero no nos desdigamos de lo que hemos decidido.
¿Y qué es lo que ambos han decidido? Te lo voy a decir, Héctor: Han decidido esperar a quien nunca vendrá; al Inexistente; al Gran Ausente. Godot”.
Siempre que llega la tarde, después de una jornada tediosa en la facultad, Luis y yo nos enfrascamos en nuestras lecturas: a veces, tras un prolongado silencio, mi amigo dice un pensamiento en voz alta o lee un fragmento del libro que le parece importante. Entonces yo interrumpo mi lectura y lo escucho con atención. Ambos renegamos de los maestros y de la academia, incluso hay días que no asistimos a la facultad y nos quedamos en el cuarto leyendo. O simplemente pensando. Porque Luis tiene una forma muy característica de pensar. Se tumba en el catre y se queda largo tiempo mirando las paredes del cuarto, con el libro en sus manos, hasta que el tedio lo vence y reanuda su lectura.
Sin embargo, esta tarde lo notó más taciturno que de costumbre, como si la lectura del libro de Beckett le hubiera revelado una extraña verdad. “En efecto, Héctor – continúa razonando– este libro no es otra cosa que un prolongado canto de amor; Vladimir y Estragon dependen el uno del otro, y el lazo que los une es la conciencia de que esperen a quien esperen, nunca podrán escapar de la terrible cárcel que es la vida. Te leeré otro fragmento:
VLADIMIR (Se acerca a pasos rígidos, las piernas separadas): Empiezo a creerlo. (Se queda inmóvil.) Durante mucho tiempo me he resistido a pensarlo, diciéndome, Vladimir, sé razonable, aún no lo has intentado todo. Y volvía a la lucha.
Siempre la lucha. Ahora recuerdo que decía Valéry: He venido al mundo con veinte años, furioso por la repetición, es decir, furioso contra la vida. Levantarse, vestirse, comer, defecar, acostarse. Y siempre esas estaciones, esos astros. ¡Y la Historia! Sabida de memoria, hasta la locura”.
Y a pesar de todo, amigo Héctor, Godot nunca llegó”.