Son las cinco treinta de la tarde, casi estoy en la calle pero quise salir con tiempo por si me perdía. Traigo las tres maletas conmigo; apenas y puedo con ellas, si he de ser sincero. Un hombre me indica la dirección luego de mirar su teléfono.
Por Omar Arriaga Garcés
Viraste en sentido contrario, eso pasó. Ya sabía que debía salir antes, por cualquier eventualidad. Me llega un mensaje del organizador. Voy para allá, le respondo; estoy a unas manzanas.Cuando ya estoy ahí y veo la furgoneta blanca, un joven hombre de cabello largo me pregunto que si voy yo también en el viaje. Asiento. Otro, con playera de los Celtics de Boston habla por celular. Una pequeña chica de rasgos germanos se incorpora de pronto por la acera. Trae un short, tenis de expedicionario, una playera guinda deslavada y el pelo corto. No deja de sonreír.
Es de Estados Unidos; de Boston, precisamente; se llama Nicole. Le digo que soy de México. Responde que Pilston es uno de sus lugares favoritos en Chicago, una de sus ciudades favoritas en los EEUU, un barrio mexicano donde se come muy bien y donde hay personas muy hermosas, indica. Tras un rato, le digo a los tres que iré a la tienda por algo para entretener el hambre. El árabe que me atiende está de malas y no responde a mis preguntas sobre su lugar de origen y el tiempo que lleva en España.
Cuando regreso con una manzana y unas galletas, hay ya otras dos chicas: una con cara de niña, Candela, de cabello negro y linda figura; otra altísima y guapa, quizá de origen gitano, Gimena, a cuyo lado me tocaría sentarme. Finalmente arriba Tania, una madrileña sencilla y afable que trae consigo una tabla para patinar.
Pongo las maletas en la cajuela, los dos Migueles suben adelante; son del mismo barrio y se conocen desde niños, comunican. Durante el trayecto voy tomando fotos del paisaje, pero no tengo el mejor lugar para ello. En general le llamo paisaje, porque parece la naturaleza salvaje y terrible que ha moldeado el espíritu español tan áspero y rocoso, mas ya como pasada por una lavadora y una secadora, y a la que se le ha hecho un manicure de siglos.
Tania se pone los audífonos en su asiento al fondo de la camioneta y se duerme. Nicole y Candela no dejan de hablar. Gimena me cuenta que es de Bolivia, mide 1.87 y ha venido a estudiar una maestría en contabilidad; ahora va a Barcelona a visitar a su hermana que está buscando un apartamento para mudarse. Me dice que hay mucho latinoamericano en Madrid, y en toda España.
Bajamos al baño en una gasolinera, tras platicar algún tiempo con el Miguel de pelo largo de libros y lecturas. Nicole se acerca sigilosa al no ver al Miguel de los Celtics y pregunta si los 25 euros que nos cobra por el viaje son los convenidos. ¿No eran 20? Eran 30 ó 35, pero bajó el precio porque nadie parecía interesado, le explico. 25 está muy bien. A mí, de hecho, por traer tantas maletas iba a cobrarme diez euros más, pero cuando le ha puesto gasolina al tanque no me ha dicho nada sobre algún dinero extra, así que estoy feliz de que hayan sido 25. Fumamos un cigarro.
Gimena es de Sucre. Nada que ver con La Paz. Me habla de las distancias en Bolivia y coincidimos en que seis horas en carretera no son nada, si bien es un trayecto largo para los españoles. Me sorprende saber que la moneda de su país vale más euros que el peso mexicano, pero me aclara que el salario mínimo es muy bajo. En España no se ve crisis por ningún lado, hasta los pedigüeños se visten mejor que uno.
Aunque hay que matizar: Miguel el de los Celtics comenta que como no tiene un trabajo fijo, se está dedicando a hacer viajes a la capital de Cataluña constantemente, con lo que saca algo de dinero para sobrevivir. Con orgullo, refiere que también lleva bandas de rock a otras ciudades y que, incluso, Cypress Hill lo contrató para que los paseara por Madrid, con lo que obtuvo muy buena pasta. Aquello le mola, le flipa, dice. Tania no sabe de qué habla y el chico parece desesperarse.
La idea de llegar a Barcelona me tiene emocionado, más con el partido que se juega el sábado en el que la liga de España se decidirá. La ciudad me ha llamado siempre la atención y todo se conjuga para tener expectativas más altas que al llegar a Madrid. Nicole me pregunta si ya tengo dónde quedarme. Le digo que sí, que he reservado un hostel, y de la bolsa de su short saca una libreta donde ha escrito los albergues que más le han convencido. Le digo que podemos ir juntos al hostel llegando a la capital de Cataluña, pues será más de medianoche. Contesta que sí.
Gimena tiene hambre, no ha comido; yo tampoco. El Miguel de los Celtics dice que en media hora nos detendremos a comprar algo. Pasamos Zaragoza. Le digo a ese Miguel que me deje poner una canción. Le paso mi memoria. Busco manualmente. 139. Empieza la pista, luego entra la trompeta. Es “Soun tha mi primer amor”, de Kinky. El otro Miguel empieza a mover la cabeza. Está guay eso, quién es, me preguntan los Migueles. Luego empieza una de Zoé, y el Miguel de pelo largo la conoce, y hasta la canta. Son los de “Luna, ¿no?”. Afirmativo.
Nos detenemos al lado de la carretera en un bar de choppers y camioneros. Es como en las películas estadounidenses pero con españoles. Los Migueles se quedan afuera y entro con las cuatro chicas al establecimiento. De inmediato siento las miradas de los parroquianos encima de nosotros. Si no fuera porque los europeos, expresados por el mínimo común divisor de los españoles, son tan tranquilos y parsimoniosos y sosegados, pensaría que van a hacernos algo; pero nada pasa, salvo que nos sirven muy poca comida, como siempre, a un precio no muy accesible que digamos.
Hace un rato que ha obscurecido. Recupero mi memoria porque veo que al conductor no le hace mucha gracia que aún sigan tocándose canciones mías. El recupera su buen humor y comenta que vamos a pasar por el Meridiano de Greenwich. Qué. Que por aquí pasa el Meridiano de Greenwich, tío.
Es una curva luminosa que la furgoneta atraviesa, a la que apenas y puedo sacarle una fotografía. Tania vuelve a preguntar lo que preguntó en el bar de choppers, preocupada y consternada: el conductor no entrará a Barcelona porque es día de fiesta y de seguro no hallará estacionamiento, a menos que un amigo esté en la ciudad y lo deje aparcar en su casa, ¿es cierto que su amigo no estará y que va a dejarnos en una avenida, a las afueras de Barcelona?
Aunque soy el que trae más equipaje, la verdad no me preocupa el caso; pienso que Barcelona es una ciudad fiestera, que tendrá gente en la calle a todas horas y que si en Madrid había búhos (los autobuses que empiezan a pasar a las doce de la noche) una ciudad más grande y cosmopolita no podría quedarse atrás. Aparte recuerdo que he traído esas maletas arrastrando por las calles de la Ciudad de México, y eso que sólo los faraones tenían y no el resto de los mortales, se distiende dentro de mí y descansa: el alma.
En efecto, Miguel nos baja en la avenida Diagonal. Es la una y media de la mañana. A Tania le da risa la situación, a Candela no le importa porque pasarán por ella, Nicole no sabe muy bien que sucede y se lo explico; Gimena parece la más contrariada: a cada rato marca y manda mensajes y revisa en su celular los mapas para ubicarse y saber cómo llegar adonde su hermana. Qué tengan una buena vida, dice el Miguel de Boston, despidiéndose. Joder, qué hijoeputa el tío este, dejarnos aquí.
Candela se va caminando, se despide de Nicole, Tania camina a la parada de los búhos y Gimena la sigue de cerca. Yo estoy acomodando mis mochilas, aunque pronto pasa el autobús y tengo que reacomodarlas. En el autobús, Nicole va diciendo que beberá hasta morir y Tania le explica que en español de España eso es llevar la fiesta “a tope” (el resto de la noche Nicole repetirá “a tope” una y otra vez, para hablar de cerveza y celebración).
Gimena se baja antes de la Plaza Cataluña, donde nos bajaríamos todos. La ayudo a bajar la maleta. Ya en la plaza, Tania también se despide y camina calle abajo, a la derecha. Nicole admira cada punto de la plaza, se toma su tiempo, pero finalmente me pregunta en qué sentido debemos ir. Inquirimos a una pareja sentada a mitad del ágora dónde queda la calle. No es muy lejos. Emprendemos el camino y pienso que esta noche nada puede salir mal, pese a las dilaciones. Ya estás en Barcelona, me digo, pero quizá no sea sino el rastro de la publicidad albergada en mi cabeza el que habla por mí. Son las dos y quince, y apenas acabamos de empezar a recorrer las calles de esta urbe.