Cuando un escritor sí te importa
Por Eduardo Pérez Arrollo
Diré lo que sucede.
Hace dos días me detuvo un momento una sabrosa plática instalada por mi padrino Paco Valenzuela, quien es, además, el director de este distinguido espacio. Se trataba de Jodorowsky cuando alguna vez vino al FICM.
Decía Valenzuela:
“Con presuntos aires de misticismo, el autor de El Topo dijo que (…) la gente sólo hace cosas a cambio de plata. En cambio, anotó, pocos sienten el aire que respiran, no lo tocan, ni tampoco experimentan la sensación de pisar la tierra. Y mientras tanto, en los pasillos del teatro los libros de Jodorowsky se vendían a precios poco económicos”.
Después de eso, vía twitter Valenzuela se peleó con Jodorowsky. Y después también con Fox. Ahora no viene al caso.
Además Valenzuela se pelea con todos.
La ocasión de recordar a Jodorowsky, que no me importa nada, es pertinente porque en este mismo momento Ramón Méndez, el gran Ramón Méndez, yace enfermo en una sala del Hospital Civil.
Y Ramón Méndez sí me importa, y mucho. Y los charlatanes como Jodorowsky sirven para entender, por contraste, el papel de los sensatos como Ramón Méndez.
Méndez Estrada es un bicho raro en la literatura. En la literatura michoacana, no en la literatura a secas. Ramón Méndez sabe que, al fin y al cabo, la literatura no es otra cosa que un oficio algo distinto a los demás.
Y eso ya lo hace distinto a los demás escritores.
Ramón Méndez, que es uno de los mejores escritores inéditos de la lengua, nos contó la historia de su primo. “El Papaya”, le decían. Uno de los mejores apostadores ilegales de la noble ciudad de Morelia.
Sucedió así.
Hace 50 años su tío, Ramón Estrada, armó un negocio de papayas empezando del fiado.
«Mi tío dijo: las compro. Bajaron el cargamento. Mi tío dijo al dueño: ven a las 16:00 por tu dinero. El dueño, ofuscado, no quería. O me pagan o me largo con mis papayas, jijos de su chingada. Después calculó todo lo que implicaría subir de nuevo, por su propia mano, los cajones de papayas al camión. Resignado, se fue”.
Antes de las cuatro el tío había armado un puesto de frutas, vendido casi toda la carga y recibido el dinero para pagar la deuda y comprar botellas y muchos más cajones de papayas. “Desde entonces, a uno de mis primos le quedó para siempre el mote: ‘El Papaya’”.
El tío de Ramón también ganó una cantina jugándola al albur.
“La carta ganadora fue el cinco de oros. Así se llamó la cantina: El Cinco de Oros. Años más tarde apostó de nuevo. No quiso jugar al cinco de oros, que porque el que repite no gana. Al final la cantina se perdió. Mi tío tenía una sota de copas. La carta ganadora fue un cinco de oros”.
Así es Ramón Méndez la mayor parte del tiempo. Esos son, en general, sus temas, sus historias, su conversación. En lugar de hablar de emanaciones artísticas, de destellos de iluminación y de la sombra de un colibrí en la ventana, habla de papayas, sin que por eso el mundo se tenga que venir abajo. En lugar de inaugurar bibliotecas con su propio nombre, bebe una charanda capaz de tumbar a un burro, día tras día, en su casa de Arnulfo Ávila.
En lugar de fundar revistas que sólo conocen sus creadores, despotrica contra el mundo y contra la supina ignorancia de los nóveles y no tan nóveles escritores, y contra sí mismo, y contra las autoridades, y contra las pinches cucarachas que a veces le pisan los callos, y contra los funcionarios del Hospital Civil que le quieren arrancar hasta los calzones antes de dejarlo partir.
También, en lugar de agarrarse con uñas y dientes a las cofradías literarias locales que se reparten los presupuestos, se regalan los homenajes y se dedican los autofelatios, es capaz de tener 12 novelas escritas sin apurarse por publicar, aunque el mundo se esté cayendo a pedazos.
Y eso que su mundo, a menudo, se cae a pedazos.
Ramón Méndez es uno de los mejores escritores inéditos de la lengua. Eso se sabe. Pero es también de los pocos que, entre humo de los cigarrillos malos y el tufo a alcohol viejo, huele a verdad. A la verdad literaria que se construye como un albañil construye un edificio, no como un rey construye una cuidad grandilocuente. Ramón Méndez no se anda comparando con Cervantes ni intentando pontificar sobre la verdad del universo. Ramón escribe, de manera metódica y paciente, sin esperar la inspiración divina ni que los dioses le susurren al oído. Y por eso escribe bien.
Eso lo diferencia de la masa de los que escriben por iluminación. Eso lo diferencia, por ejemplo, de alguien como Jodorowsky, y de todos los jorodowskitos menores que cada temporada se multiplican como hongos.
Y eso, en Michoacán, es mucho.
Lo visité ayer en el hospital. Su estado ya no es grave, pero lo fue. Pero lo más grave, sin duda, fue para nosotros: haber estado a un tris de perder a uno de los grandes escritores mexicanos vivos, y que Michoacán se quedara sin él. Con su salida nosotros perderíamos mucho más que él.
Eso sucede.
A ver si ahora no se le ocurre hablarme de una conspiración del universo.