El Complot Mongol, la más reciente película de Sebastián del Amo, se estrenó esta semana. Basada en la novela homónima de Rafael Bernal, es protagonizada por Damián Alcázar, Bárbara Mori, Eugenio Derbez y Xavier López Chabelo.
Mi primera incursión a la obra de Rafael Bernal fue a través de “Antología policíaca”, siete cuentos reunidos en un pequeño libro que editó hace algunos años el FCE. Fascinado con la novela negra y claramente influenciado por la escuela norteamericana, Bernal trataba de adaptar a la realidad mexicana el estilo característico de algunos de los mayores exponentes del género: Dashiell Hammett y Raymond Chandler.
Los resultados de sus intentos son un tanto decepcionantes, pero aun así, el escritor y diplomático se las arregló para publicar en 1969 la que es considerada por muchos como una de las novelas policíacas más importantes de la literatura mexicana: El complot mongol.
La novela de Bernal (recientemente reeditada por Joaquín Mortiz), fue llevada al cine por primera vez en 1977 con la dirección del español Antonio Eceiza. Sebastián del Amo es el encargado de dirigir una nueva adaptación de El complot mongol (2019), la cual pudo verse en la pasada edición del Festival de Cine de Guadalajara y que por estas fechas aparece en la cartelera nacional de la mano de Cinépolis Distribución.
El propio Del Amo se encargó de adaptar la novela, cuya historia se desarrolla durante los días previos a la visita de John F. Kennedy a la Ciudad de México en 1962. Una aparente conspiración del gobierno chino para terminar con la vida del presidente estadounidense, involucra lo mismo al FBI que a la KGB. Mientras que las investigaciones mexicanas corren a cargo Filiberto García, agente solitario y matón con amplios contactos en el Barrio Chino de la calle de Dolores. Pero como suele suceder en estos casos, las cosas no son siempre lo que parecen.
Con películas como El fantástico mundo de Juan Orol (2012) y Cantinflas (2014), uno pensaría que el director ha forjado cierta experiencia en la realización de filmes de época, no obstante, en su más reciente trabajo es posible encontrar algunos anacronismos. Quizás el único logro de la versión de Sebastián del Amo es haber simplificado el tramo final de la obra, que en la novela de Rafael Bernal se complica innecesariamente.
A pesar de los buenos oficios de Damián Alcázar, la película parece encaminada desde el inicio al desastre. Cuando en los primeros minutos aparecen en pantalla Chabelo y Eugenio Derbez haciendo de sí mismos, la cosa ya pinta mal. Pero cuando en las siguientes escenas aparecen Salvador Sánchez, Gustavo Sánchez Parra y Bárbara Mori haciendo infames caricaturas de personas de origen chino la situación se torna de plano indignante.
Dicha práctica, que se le conoce en Hollywood como “blackface” o “yellowface”, (aunque lo mismo se aplica a latinoamericanos, europeos del este, nativos americanos o musulmanes), consiste en reforzar los estereotipos de otras razas y culturas caricaturizándolos por medio de actores caucásicos.
Eso es justamente lo que vemos en El complot mongol: chinos taimados utilizando trajes tradicionales y balbuceando español a modo de burla. Por si eso fuera poco, Ari Brickman y Moisés Arizmendi hacen lo propio con sus respectivos personajes: uno estadounidense y el otro ruso, el cual por cierto, en un arranque de escasa creatividad, copia la apariencia de Trotski.
Si bien lo anterior pudiera ser suficiente para no acercarse a la película, hay ciertos detalles formales que resultan desconcertantes: la irrupción de primeros planos en las partes cruciales del relato, el uso de una plantilla de color muy llamativa y los molestos rompimientos de cámara del protagonista dirigiéndose al espectador, los cuales en la novela aparecen como remate de las frustraciones de Filiberto García (y que resultan igualmente fastidiosos).
El complot mongol es una novela que refleja valores incluso anteriores a los de su época y no ha resistido de buena forma el paso del tiempo. Sebastián del Amo retoma esos desaciertos, los maquilla y los muestra en la pantalla. No es una cuestión de corrección política sino de una serie vicios que debieron haberse superado hace mucho tiempo. El reforzamiento de los estereotipos y la caricaturización de culturas diferentes a la nuestra son el pan de cada día en el cine comercial mexicano, lo más triste del asunto es que por medio del IMCINE se utilicen recursos públicos para financiar estos proyectos.