Por Raúl Mejía
Estaba bajo el inclemente sol viral de abril, en una fila para entrar al banco y hacer una aclaración, boqueando como iguana de Huetamo y leyendo a un tipo de lo más enigmático. Su nombre: David Foster Wallace y su divertido híbrido Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer. Una forma de escribir que me encanta: la mezcla de crónica periodística y literatura. El tipo me cae re bien y lamento no estar preparado para leer su mamotreto titulado La broma infinita, uno de esos libros que deben leerse en el idioma original (mi inglés no da para tanto). Hace unos ocho meses leí uno con un título muy atractivo pero que no me gustó tanto: Entrevistas breves con hombres repulsivos.
Les juro por Dios que me mira que en un momento de mi estancia infinita en la fila para entrar a Bancomer (hoy BBVA) me pregunté cómo es que se llega a la decisión de suicidarse cuando se está en la plenitud de una carrera, de una vida. El buen David no llegaba a la mitad de sus cuarenta cuando decidió entregar los tenis a través de la modalidad de colgarse de alguna parte en su casa.
En eso entró la llamada de Gilberto Bibriesca, un amigo de la adolescencia para darme formalmente la noticia de que un amigo común se había suicidado: Héctor Ceballos. Creí era una broma, pero a los pocos minutos me llegaron confirmaciones. Me quedé pasmado. No porque fuésemos amigos cercanos con el finado, sino por el hecho y la modalidad. Ya luego, en sosegada conversación telefónica con otro amigo radicando en la frontera, especulamos en los motivos creíbles de la decisión. En ese ejercicio nos quedamos un buen rato y terminamos concluyendo que el mundo como lo conocíamos hasta hace dos meses había llegado a su fin. Así de intensos estuvimos.
Uno de los momentos estelares y vitales de todo ser vivo es morirse. Este fue otro de los temas abordados con mi amigo en la frontera. Uno puede caer mal, ser un odioso, huevón, buena persona, buen trabajador, excelente papá y amigo, chismoso y demás lindezas, pero cuando la muerte llega y pisa nuestro huerto (Serrat, dixit) sólo las cualidades florecen. Me pregunto si decirle a alguien todo lo excepcional que es retrasaría el momento ineluctable de entregar el equipo.
De eso se encarga una entelequia conocida como “los demás”. Ahí, en la funeraria, se hacen corrillos para hablar del finado y ponderar sus cualidades. Luego -si el petateado es más o menos conocido fuera del ámbito familiar- se hacen entrevistas breves para “conocer más” sobre el ausente forever. Aquí es donde las cosas se ponen delirantes: todos lo conocían muy bien, eran grandes amigos y con su ausencia queda un hueco difícil de llenar (cosa muy poco creíble porque somos materia destinada al olvido). Por dos o tres días se convierte en motivo de charlas. Luego empieza su verdadera “vida” en la memoria de los otros. Generalmente estos “otros” no fueron entrevistados y llevan en su memoria el legado de quien “se nos adelantó”. Con ése, supongo, es con el que el muerto pasa sus mejores días en el más allá.
Para que vean hasta dónde llega la contradicción: me hicieron la entrevista para hablar de Héctor y, obvio, dije cosas buenas del chamaco porque no podía ser de otra manera: me caía bien. Hubo quienes se apresuraron a dar el contexto de la amistad para dar más peso a la pena que los embargaba y está bien. De hecho, en estos casos todo se contesta como si se respondiera a un formato. En general, quienes sienten el dolor absoluto de una pérdida no opinan públicamente. Llevan el dolor y la memoria en silencio por todo lo que les resta de vida.
Pienso, por ejemplo, que muy pocos piensan y tienen vivos en su memoria a mis padres. No tienen por qué tenerlos en su memoria. Eso es asunto, sobre todo, mío y de mis hermanos. Pienso que el dolor de perder un hijo o hija debe ser atroz. Una forma de morir sin morirse. El “dolor verdadero” se lleva en silencio, estoicamente. Ése es el que mantiene con vida al que se muere. No necesita homenajes ni entrevistas. A Héctor, John Foster, Kurt Cobain y Juan Pérez así se les mantiene con vida. Unos con homenajes y la mayoría sin ellos.
Les chismeo: hace una semana charlaba con dos de mis hijos en el jardín de la casa. Por extraños caminos llegamos al tema de la muerte y les expresé mi deseo de tener “una muerte discreta”, como me lo dijo hace muchos años un señor que se llamaba Edmundo y tenía una revista bien famosa sobre cuentos y cosillas así. Fui más allá: no quería pasar por el trámite (de hueva) que implica un velorio y tener que “escuchar” lo que quizás anden diciendo quienes fueron mis amigos. Mi idea es, si puedo elegir ese momento, irme a Toluca por cuestiones de logística y que, una vez que estire la pata, se hagan en chinga los trámites y se me incinere.
Nada de velorio, nada de procesión de dolientes. De preferencia como lo hizo otro amigo (Isaac Levín) que dejó instrucciones precisas para el momento ineluctable en cuatro pasos: a) morirse; b) tramitología c) incineración: d) invitar a la ceremonia de deshacerse de las cenizas a un reducido grupo de amigos y familiares cercanos. Ora sí que “aquí nos deshacemos de Raúl a las cinco de la tarde… estés o no estés”. Isaac invitó a ocho personas. Nada de velorio. Las escenas de tristeza fueron en un exclusivo grupo.
Pos eso quiero. De hecho, los únicos “invitados” (supongo que obligados) serán mis chamacos y los hermanos que alcancen a llegar. Nadie más. Es más: les diré que ando manejando -para un futuro cada vez más cercano- despedirme de este mundo a través de la modalidad suicida. De entrada ya estoy leyendo El mito se Sísifo de Camus.
La literatura es la culpable de mis dudas y si al final no les cumplo a ustedes amigos y amigas, deben echarle la culpa a la poesía. En este punto algunos dirán “¿de qué pinches estás hablando? Por mí date un balazo y listo”, pero las cosas son más complicadas. Les explico: hay un libro de José Joaquín Blanco que se llama Poemas escogidos. Al final, el autor hace lo que él llama “Versiones de Dorothy Parker”. Ahí viene una de esas versiones. Se llama “El suicida” y se las dejo para que vean el poder de la disuasión:
Las navajas sí, pero duelen;
Los ríos sí, pero mojan;
Los ácidos sí, pero manchan;
Las drogas sí, pero entumen;
Las pistolas son ilícitas,
Con la horca uno saca la lengua;
El gas sí, pero huele feo:
Mejor hacerse a la idea de vivir.
Cuando el director de este portal (Francisco Valenzuela) pidió mi opinión sobre la muerte de Héctor, la despaché en menos de un minuto. No era “el amigo de mi vida” pero me caía bien. Luego nos echamos una charla vía Whatsapp y nos pitorreamos de lo 100% predecible de los obituarios cuando éstos son excretados por los intelectuales (what ever it means). Le pregunté si quería saber lo que pienso de él como obituario antes de que se muera y aceptó. Quedó muy complacido con el resultado. Si quieren saber al respecto, pregúntenle a él.
Imagen: Flickr/Art Nectar
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