Estoy marcado por mi segundo nombre, el cual me une irremediablemente al futbol, a los mundiales, a Brasil y a Pelé. Esto a pesar de que he atravesado por largos periodos de profundo desánimo e indiferencia hacia el futbol, por no decir que ya he perfeccionado un escepticismo crónico.
Mi segundo nombre siempre me recuerda esa marca mundialista del año en que nací, la atmósfera de algo que bien podría decir que es una “reminiscencia construida”, que no me pertenece como experiencia adquirida directa y conscientemente pero que guardo como si fuera absolutamente cierta y mía. Me hace sentir que tengo recuerdos vividos de jugadas, goles, celebraciones que no vi en su momento, ni en vivo ni a distancia.
Pelé -levantado por Jairzinho con su número 7 en la espalda- con el puño en alto, gritando y mirando a la cámara. El pase de Pelé a Carlos Alberto para el cuarto gol de Brasil en la final ante Italia. Los anuncios en el Estadio Azteca: Cinzano, Canadá, Selecciones… momentos que se han quedado en una zona intermedia del pasado, en el fetiche del Mundial de 1970 con todo y sus imágenes en revistas, diarios y ahora en internet, evocaciones casi en cascada, a través de los años, enlazadas siempre a mi fecha de nacimiento y a mi segundo nombre.
Nací cuatro días antes de que comenzara el Mundial de 1970, el miércoles 27 de mayo. El domingo siguiente, 31 de mayo, iniciaría la justa mundialista con el partido entre México y la Unión Soviética, que empatarían sin goles. El presidente homicida de estudiantes en México, Gustavo Díaz Ordaz, recibiría una rechifla cuando quiso dar por inaugurado el Mundial.
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En esta competencia se estrenaría el sistema de tarjetas para amonestar o expulsar jugadores, los partidos se transmitieron a color por primera vez y se generó el primer reglamento de sustitución de jugadores por razones tácticas y no sólo por lesión o imposibilidad física (esto último se venía ya aceptando en años anteriores).
En perspectiva histórica, el Mundial de 1970 en México representó un cambio bastante drástico en el futbol, no sólo por los cambios de jugadores y las tarjetas o por la televisión a color. Todavía conservaba algo de su impulso estrictamente popular, pero su nivel de sofisticación comercial a gran escala ya se desplegaba a través de la gran figura de este Mundial: Pelé.
El jugador número 10 de Brasil que brillaría como nadie antes lo había hecho, atrapado en ese encantamiento mediático resultado de la articulación entre la imagen del jugador popular de origen humilde (cuenta la leyenda que Pelé, siendo niño y viendo llorar a su padre cuando Brasil perdió el campeonato de 1950 ante Uruguay, le juró que ganaría un Mundial para él) y la promoción de su figura en una dimensión internacional nunca antes vista.
El símbolo Pelé aterrizaba en México como un huracán de murmullos y expectativas. Su nombre completo y verdadero, Edson Arantes do Nascimento, era motivo de precisiones y simbolizaciones sobre el origen de aquel jugador que venía decidido a conquistar para sí y para Brasil su tercer Mundial y quedarse definitivamente con la Copa Jules Rimet.
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Pelé y su sobrenombre de batalla fueron el hierro magnético del Mundial de 1970. Muchas personas fetichizaron su imagen e inauguraron la costumbre de bautizar a sus hijos con el nombre del ídolo en turno. Mi padre y mi madre así lo hicieron, intuyo que también como una manera de atraer la buena suerte, como resuena en la definición de “fetiche”.
Estoy marcado por mi segundo nombre que es una paráfrasis de aquel mundo que surgió con el último Pelé, el del tercer campeonato del mundo ganado en México en el año de 1970. Como Pelé, también me llamo Edson.