Por Raúl Mejía
Vayamos directamente al pasado remoto: corría el año 1976 y recién había pronunciado el clásico “mucho gusto” extendiendo mi mano derecha a la pareja frente a mí. Primero a él y luego a ella porque en ese orden se me plantaron.
Estaba en la casa de uno de mis profes del Tec de Morelia. Me refiero al siempre recordado Orlando Tapia. Si este texto llega a la mirada de algunos de sus exalumnos, seguro lo recordarán por su implacable nivel de exigencia en las materias que impartía. A pesar de ese defecto, terminamos fincando una amable amistad permeada por un respeto irrestricto a las formas de cortesía: jamás llegamos a tutearnos, por ejemplo.
Esa vez, en su departamento en el centro de Morelia, la familia Tapia me había recibido con la amabilidad de siempre. Luego de una grata charla y casi a punto de retirarme, me comentó que estaban esperando a un matrimonio recién llegado a la ciudad. Me pidió quedarme unos minutos para conocerlos.
El caso es que, como suelen hacerlo los seres de otro planeta rolándola por Morelia, el matrimonio arribó puntualísimo a la cita y ya saben: besito en el cachete con Sol (esposa del profe Tapia) y cómo han estado y cómo se han sentido en esta ciudad y verdá que su clima es maravilloso y ay pero qué calor hace últimamente y uy, sí, ni te imaginas cuánto hemos disfrutado la ciudad… cosas así.
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El profe me presentó y solté el “mucho gusto” consignado al inicio del texto. Una expresión protocolaria que no fue registrada por la mujer frente a mí y para quien resulté irrelevante. ¿Cuándo se ha visto que una mujer guapa pone más atención de la rigurosamente necesaria a un sujeto poco agraciado y aspecto jipiteca?
Checoslovaca y bella.
Así conocí a Alexandra Sapovalova y Fausto Medina.
Nos pusimos a practicar la misma coreografía verbal utilizada en toda presentación sin chiste que se precie de serlo. Ya se la saben y va de nuez: qué te ha parecido México y luego pues nací en el DF pero llegué siendo un niño luego qué te ha parecido Morelia y al final qué te ha parecido todo.
Alexandra contestaba con amabilidad.
Yo estaba embelesado con esa mujer traída directamente de un mundo raro en donde ocurrían cosas aún más raras que apenas entendía (yo). Creo fue la primera vez que intercambié palabras con alguien venida de tan lejos.
Unos quince años después, nuestros caminos iniciaron sus cruzamientos gracias a las actividades laborales de cada uno. Empezamos a coincidir una vez sí y otra también en eventos de tipo artístico y cultural. Nunca creí recordara el año 1976 cuando la conocí porque esa charla apenas pasó de lo protocolario.
Más arriba apunté algo sobre el “mundo raro” de donde Alexandra venía. No sólo era del otro lado del planeta, sino de un país acerca del cual apenas teníamos noticias y éstas, casi siempre, eran desfasadas. Por ahí se escuchaba que se pretendió hacer del socialismo en Checoslovaquia una versión menos insensata que la mostrada en la praxis soviética. Los checos pretendían “un socialismo con rostro humano” y la banda de la URSS tenía otros datos y para que los checos se dejaran de payasadas humanitarias, se llevaron por unos días (a la linda ciudad de Moscú) al presidente Dubcek.
Ahí cotorrearon bien contentos, aunque -lo que sea de cada quien- el mandatario checo regresó muy cambiado, se notaba preocupado. No les puedo decir si durante las charlas en Moscú o posterior a éstas, las tropas del Pacto de Varsovia (formada por puros soldados soviéticos) ocuparon la capital checoslovaca en lo que desde entonces se conoce como el fin de “la primavera de Praga”.
Un acontecimiento histórico ¿a poco no?
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Tengo la impresión de que ni el mismísimo Rius -un monero muy conocido, famoso e influyente en ese tiempo- abordó el asunto en sus revistas Los supermachos o Los Agachados. ¿Se ocupó de Praga? No lo puedo asegurar, pero sí recuerdo que, unos años antes de conocer a Alexandra, había leído un librito “del tal Rius” titulado La joven Alemania y como resultado de esa fanática lectura me declaré listo para irme al paraíso de esa fracción oriental teutona en donde todos eran tan pero tan felices.
“Más sin embargo” y como solía decir mi mami: “no me cabía en la cabeza” que los rusos, tan buena onda y solidarios, hubieran invadido Checoslovaquia.
Con esos rudimentarios pero significativos elementos, Alexandra se convirtió, en mi ánimo, en una persona de lo más interesante, pero aún faltaba un ingrediente para que aquello se pusiera intenso y paso a chismearles.
En los primeros años de la década de los ochenta vivía -con otros amiguitos y amiguitas- en una pintoresca cabaña en Villa Madero ocupados en cambiar el mundo a través de la educación. Una tarde lluviosa de agosto tuve el gusto de conocer a Milan Kundera a través de uno de los habitantes de esa casa (Héctor León Diez, para mayores señas) quien puso en mis manitas El libro de la risa y el olvido y la experiencia fue como si me hubieran inyectado fentanilo. Me puse de lo más loco, se los juro. “¡Quiero más!” -maullé con los ojos inyectados de las insoportables levedades del ser que asolaban en esa zona michoacana.
Lo que mostraba Milan en sus historias era “el mundo raro” donde había crecido Alexandra. Si mi visión del universo comunista ya empezaba a ser sombría, la lectura de Kundera me hizo refractario a cualquier puesta en práctica de las ideas de Marx, Lenin, Stalin y cualquiera de los micos que las pusieron en práctica sobre todo en el siglo XX -eso sin mencionar a los homínidos que pusieron en práctica las ideas del liberalismo clásico… en el formato neoliberal.
Si “el mundo raro” de Alexandra me parecía de lo más misterioso e interesante antes de leer (sobre todo) a Milan, cuando leí la mayoría de sus novelas, mi interés se incrementó.
Ya en estos últimos años, digamos entre el 2020 y 2024, Fausto me envió, en formato PDF, su autobiografía. Así supe más de la vida de ese matrimonio. Luego, Alexandra me regaló dos libros de su autoría. Uno de ellos es un recuento de memorias familiares y, en enero de este año me entregó, dedicado y toda la cosa, sus Cartas del baúl, un compendio epistolar de misivas entre sus padres, abuelos, tíos y amigos entre 1936 y 1972.
De tiempo atrás se me antojaba hacer la biografía de Alexandra y se lo dije en una ocasión frente a sendas tasas de café con galletas en el jardín de su casa. Por meses escribí avances, pero pues no, nomás no lograba el sprint inicial, y como soy de arranques inspirados que se decantan en desarrollos tranquilos (o eso quiero creer), aquello no cuajaba. Sólo me salían decorosos ejercicios de calistenia y eso me frustró. “¿Qué hadré? -me preguntaba desolado.
Finalmente opté por lo práctico en un momento en donde las mudanzas geográficas me apuran a decidir: una entrevista a esta mujer tan especial en mis afectos.
La biografía, como suele suceder en estos casos, ya se dejará venir y me encontrará listo para hacerla.
En unos días, esta revista que acoge mis ocurrencias (sin ponerle demasiadas trabas) publicará esa entrevista y de inmediato la pondré en el muro de mi feisbuc.
Ustedes tranquilos.
Sólo les pido que se queden como lo hacen los ahorcados: pendientes.
Les avisaré en tiempo y forma.