Son casi las cuatro de la mañana y los tres estamos adentro de un pequeño table dance sobre la calle Londres. Antes de pasar, los encargados de seguridad tapan con cintas las cámaras de los teléfonos celulares y nos dan la bienvenida. Ya sentados, alguien acerca la carta en la que abundan las botellas a más de cinco mil pesos, una cantidad que nadie se va a animar a pagar. Víctor propone que solo pidamos cervezas, pero cuando ve el precio cruza su mirada con José y en segundos acuerdan abandonar el sitio. Costaban 160 pesos, se queja uno de ellos; sí, no mames, ¿cómo íbamos a pagar 160 pesos si el litro donde estábamos costaba 70?
Pero vamos a regresar la cinta de esta historia: es casi la una de la mañana. Víctor y yo hemos llegado a la terminal de autobuses para viajar a Morelia. Ambos estamos un poco borrachos, no demasiado, lo normal para una noche de rock and roll. Antes de llegar ahí pasamos a un Oxxo para comprar 4 latas de whisky que comenzamos a beber desde que nos recoge el Uber. ¿Hay problema?, le preguntamos al chofer; mientras no se les caiga en los asientos, no hay problema, dice el chaval.
Ya en la terminal pasamos a la sala de espera e intentamos comprar los boletos por Internet, pero el sistema de Autovías falla, se atora, no avanza. Tendremos que comprarlo en la taquilla, digo yo. El otro alza los hombros. Me paro frente a la taquilla y le pregunto a un hombre viejo, más viejo que yo, si aún tiene boletos para Morelia. Dice que sí. Deme dos, digo yo, con una tarjeta bancaria en mano. No puedo vendértelos, mira cómo vienes. ¿Cómo que no puede? ¿Por qué? No podemos vender a personas en estado de ebriedad. ¿Y por qué asegura que estoy ebrio? Mírate nomás. Ándele, véndame dos, nos quedaremos dormidos y ya está. El hombre se niega y yo regreso derrotado.
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No quiso venderme los boletos, dice que estoy borracho. El otro ríe, le parece graciosa la escena. Deberías ir ahora tú, quizá quiera vendértelos a ti, le sugiero. Pero eso le hace más gracia, así que ahí nos quedamos y abrimos una nueva lata de whisky mientras le escribo a José por WhatsApp, para ver si nos puede dar hospedaje. En eso ando cuando tres policías y una mujer nos piden que nos vayamos de la terminal, que no podemos beber ahí. Salimos escoltados por los cuatro, dos por cada flanco, quienes no se nos despegan hasta que pisamos la calle.
Ahí encontramos un taxista que nos promete cobrar 100 pesos hasta la calle Londres. Es otro viejo, dice que vivió en Morelia y que ahora se mudó al Estado de México. Cuando llegamos al destino le pago y le digo: llámeme cuando vaya a Morelia, seguro, yo te llamo, aunque en ningún momento compartimos los números para hacerlo.
Ahora, volvamos a recorrer el casete de este relato. Son las nueve de la noche y el Pepsi Center está lleno. La expectativa por ver a The Libertines es mucha, aunque el boletaje se movió de forma tranquila. Ya no es una banda que agote las entradas en pocos minutos. No son Shakira, no son Bad Bunny. Son unos ingleses que sobrevivieron a sí mismos, al montón de drogas, a los litros de alcohol, a la heroína, a las peleas imparables e incluso a la diabetes de uno de ellos. Y aquí están, en la caótica CDMX, el monopolio de los grandes conciertos en este país.
Sin demasiada producción visual, sin un aparato ostentoso de iluminación salen al escenario. Pete Doherty luce una chamarra con el logotipo de Camel, un sombrero de granjero, jeans y camisa blanca. Carl Barat ha elegido el negro para su chamarra de piel y pantalones, bien combinados con una boina gris. Ambos son el cerebro y el alma del grupo: Pete ha hecho casi todas letras, Carl ha montado la música.
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Todo explota con The Saga, una potente canción que habla sobre lo que pasa cuando traicionas a los amigos, cuando los decepcionas. Inmejorable inicio para un par de hombres que ahí siguen juntos, dejando atrás capítulos atroces, como cuando Pete se metió a la casa de Carl a robarle, como cuando Pete los dejó para formar otra banda.
En este grupo el vocalista es Pete, pero vamos, el cúmulo de años y excesos ya no lo dejan ser lo que era. Así que Carl asume el papel y se echa el equipo al hombro. Canta la mitad de las canciones solo, y en la otra mitad apoya a Pete con coros o algunos fragmentos. Es Zinedine Zidane llevando el partido, dirigiendo la orquesta, mientras Ronaldo solo espera que le pongan los balones cómodos, pero mete los goles con la misma magia que le encanta a la tribuna.
Hay un momento en que Carl y Pete cantan juntos y la cercanía es demasiada. Sus respectivos labios se quedan a nada de juntarse. Las miradas que se cruzan lo revelan todo: están muy bien, no solo en cuestiones amigables, sino incluso en su momento creativo. No es este concierto un repaso por éxitos viejos, no es un reencuentro sin novedades qué mostrar. La gira que han emprendido es para tocar temas de All Quiet on the Eastern Esplanade, el disco que salió el año pasado con 11 nuevos lanzamientos.
Por supuesto que Carl y Pete no tocan solos. Ahí está John Hassall y su espléndido bajo, y atrás de todos anda Gary Powell en la batería, mismo que casi al final tocará un poco el piano mientras canta, cosa que lo pone bastante nervioso. Pero no nos engañemos, que a esta nave la maneja Carl. Además de cantar y tocar la guitarra, de pronto se sienta al piano y hasta coge el saxofón. Sin él no habría The Libertines, o bien, solo sería una banda explotando la marca. Por fortuna, los ingleses dosmileros se agarran del genio para que todo fluya, para que 23 temas sean cantados, desde los más amados hasta los más recientes. Por si fuera poco hoy es el cumpleaños de Carl y un pastel llega al escenario, seguido de Las Mañanitas cantadas por los asistentes en español.
Todo parece terminar con Can’t stand me now, un himno sobre las relaciones humanas, aunque todos sabemos que van a regresar y así lo hacen para un encore de cinco canciones. La música indie ahora llega a su final y The Libertines le ha cumplido a los mexicanos. Afuera todos son gritos: la playera a 150, la taza a 60, la sudadera a 200, la gorra a 120.
Víctor y yo nos metemos al Oxxo para comprar cuatro latas de Whisky.
Y le preguntamos al chofer si las podemos beber ahí.