Surcaba la ruta secreta de las nubes. Ya no estaba sometido a la rigidez de la tierra ni a la pesadez de los dominios cotidianos. Veía las crestas de las montañas, los techos de las casas, el fuego remoto del atardecer. Deseaba abarcarlo todo con mis ojos. Mi gran anhelo se había cumplido. Eran asunto del pasado los sufrimientos del mundo y los turbios afanes que anidaban en los corazones de los humanos. La lucha había culminado; ahora volaba por los confines más alejados del planeta. Mi cuerpo era una brizna de aire, una leve pluma en medio del cielo imponderable. Subía y bajaba; bajaba y subía. Como figuras diminutas se veían mis padres, mi abuelo Adolfo, mis amigos, mis maestros.
En mi exultación agitaba las manos y gritaba: “Adiós a todos; los veré muy pronto.” No se percibía en sus rostros el menor signo de tristeza. Todos estaban contentos. Me sentía ligero, despojado de dudas, efímero. Abrazaba a la existencia con mis alas de pájaro multicolor. Era cierto: antes había viajado en turbulentas aves metálicas donde mi cuerpo y mi espíritu se constreñían; en aquellos pajarracos enormes y artificiosos la libertad era una vana ilusión. Ahora el cielo ensangrentado, las diminutas figuras humanas y el lejano horizonte eran reales, tan reales que me quemaban el corazón.
Yo: el hombre-pájaro que atravesaba los intersticios de las nubes. Justo ahí donde tienen su morada las deidades antiguas.
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En el Parque Nacional hay una tertulia literaria. Alumnos de diversos grados se congregan en torno a un moderador para leer a los grandes autores de la literatura universal. Homero, Dante, Cervantes, Goethe, Rimbaud, Kafka, Joyce y Beckett son algunos de los nombres que se alcanzan a escuchar entre la gritería. El moderador se encuentra visiblemente molesto, debido, en gran parte, a que ninguno de los alumnos culminó su reseña.
En cambio repiten banalidades o cuchichean entre ellos algún chisme intrascendente. El barullo es tan insoportable que el moderador tiene que salir del círculo de estudiantes para tomar un poco de aire. Es evidente que no sabe qué hacer. Los títulos de los libros resplandecen a la luz del sol. Un estudiante de rostro alargado y mirada errática se levanta de su sitio para seguir al moderador; trae un bello ejemplar en cuya portada se puede leer América, de Franz Kafka. Quizás sea un alumno brillante que desea huir de la simpleza de sus compañeros y escuchar las sabias palabras del moderador. O quizás sea tal su fastidio por el ambiente que impera en la tertulia que le parece más interesante deambular por el parque. Sea como fuere, ambos se pierden en la espesura.
Los otros alumnos rompen el círculo de la tertulia, destrozan los libros, prefieren danzar y realizar aspavientos que leer. Desde que se marchó el moderador se encuentran eufóricos. Las mujeres danzan un baile de moda que consiste en levantar ligeramente la rodilla derecha, semejantes a garzas inmaculadas. Los hombres se trepan a los árboles y arrojan frutos podridos a las estudiantes. Un sol moribundo ilumina sus rostros.
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Mi cama era una barca azarosa. Una música poderosa fluía en el ambiente y en mi corazón. ¿Era posible que no la hubiese escuchado antes? ¿Debussy, Strauss, Mahler o Stravinsky? Me sentía tremendamente feliz. La barca atravesaba océanos terribles, sorteaba afilados peñascos, se movía al compás de la música. Recordaba a Mario Santiago Papasquiaro: “Si he de vivir, que sea sin timón & el delirio”. A la distancia se atisbaba un monstruo dormido, verde y reluciente, como un Amazonas inhóspito. Me reconfortaba contemplarlo; mujeres de todas clases bailaban al son de una música antigua. Mostraban sus hermosas figuras. De sus labios escurría la miel de la felicidad. No perdí el tiempo. Descendí de mi bajel de sueños y me fundí en el amor, en la música, en el delirio.
Horas o siglos después, mi increíble felicidad fue interrumpida por el ruido seco del despertador.
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