Domingo 29 de junio del 2014. Morelia se encontraba, por lo menos en las colonias, desierto. No había niños jugando en la calle, no había adultos bebiendo en las banquetas, en cambio los niños exasperaban a sus padres dentro del hogar, y los adultos abrían latas de cerveza mientras encendían la televisión.
Por aquella temporada, yo acababa de entrar a la Facultad. El primer partido, México-Camerún, lo vi desde la butaca del salón, apreciamos cómo Giovanni anotó un gol. Anulado. Gritamos en medio de la clase, el maestro nos miró a Daniel y a mí. Giovanni anotó el segundo, de nuevo anulado. La euforia nos consumía, y el profesor nos volvía a escrutar.
Por tercera vez, Giovanni remató al arco de Itandjé, pero el portero de dos metros bloqueó el disparo, aun así, le quedó a modo a Oribe y este anotó. Gritamos ¡gol!, pero no como los cronistas que aprietan el esfínter y entonan el cántico para que dure la emisión de aire durante toda la repetición. No. Nuestro grito fue más humano, más de aficionado que ve el partido desde el celular en un aula de clases con un docente que lo observa. Fue algo así como “¡a huevo, golazo, perro!”. El profesor caminó hacia nosotros y solo dijo “¿de quién?”.
No era sorpresivo que México le ganara a Camerún, en ese momento creímos que la cosa era clara: ganaría un partido a Camerún, empataría otro contra Croacia y perdería frente a Brasil. La clásica estimación de un aficionado.
El encuentro contra Brasil llegó días después. El calor se podía ver desde la pantalla de la televisión.
Todo el partido se dio en la zona mexicana. De pronto, el portero de camisa azul, de rizos cubiertos por una cinta, la estrella de televisión al que le gustaban los reflectores desde que salió en La Familia Peluche, bloqueó todo disparo a su arco, no de una forma elegante, pero el futbol no se gana siendo elegantes, no desde los ochenta. Al final, México logró el empate. Eso movió la estimación. Tendría que perder contra Croacia.
Sin embargo, para que el equipo europeo fuera potencia futbolística tendrían que pasar tres años más. México lo derrotó con un amplio margen.
Al ganarle a Croacia, una idea germinó: «¿y si sí?, ¿y si ésta es la buena?», entonces nuestras dudas se convirtieron en ilusiones. No preguntamos qué argumentos había para que México ganara. No. Buscamos cuáles razones había para que no lo hiciera, y en ese momento un patriotismo único de la raza cósmica nos contó historias de «cosas chingonas».
Llegamos a octavos, y lo digo así, con la primera persona, porque ya éramos nosotros. El uniforme de Power Ranger que vestía la selección patria había perdido su fealdad, los hacía lucir altos, fuertes, frente a los holandeses que vestían su raquítico uniforme naranja.
La selección de veintitrés hombres ya no se sentía ajena, sino que parecían nuestros amigos.
El Himno Nacional recortado fue un cántico poderoso, en casa, mi hermano, Jesús, dijo «nos vamos a chingar a esos pinches güeros». Y es que, aunque en la selección holandesa había jugadores negros, en el futbol hay una sola cosa que supera el racismo: la xenofobia.
En el segundo tiempo los comentaristas afirmaron que México había sido superior todo el partido.
Mi hermano mayor, Aurelio, abrió la puerta, entró a la casa portando una sudadera naranja con un león dorado en el pecho.
-¿Qué pasó?, ¿ya cuantos metió Holanda? -dijo.
Miré a mi padre en busca de justicia, pero él solo respondió «ninguno, ninguno» y rio.
Ni Brutus había traicionado tanto una causa como lo hacía mi hermano mayor en ese momento.
Minuto 48. Giovanni recibió el balón a tres cuartos de cancha. De nuevo la magia surgió en sus botines. Disparó a la orilla un tiro potente que dejó al portero del Ajax inmóvil.
En la colonia se escucharon gritos. Ya no eran los de familias discutiendo o suplicando no recibir más golpes, era el coro de unidad: gol.
México se encontraba en la delantera. Solo debía mantenerse, y don Miguel lo sabía. Poco después sacó a Giovanni, entró Aquino. La defensa era necesaria. Nos echamos hacia atrás para apoyar a Ochoa.
Pero ahora los holandeses tomaron la ofensiva.
Dispararon al arco varias veces, remataron de cabeza, pero Ochoa rechazaba cada disparo.
«La virgen juega de este lado», dijo el narrador argentino.
Llegaba el último tramo del camino. Minuto 84. Solo era necesario resistir seis minutos más.
En casa reíamos, comíamos, bebíamos cocacolas, pero entonces un calvo odioso se coló por la banda y disparó al área. Y si hasta el fuerte de Ulúa cayó ante el asedio europeo, ¿por qué no lo haría Memo?
Sneijder anotó.
El piojo volteó al banquillo en busca de ayuda. Nada.
De nuevo era hora de la ofensiva. El empate no servía de mucho, pero al echarse hacia adelante los once monigotes dejaron que entrara Robben al área. Fue entonces cuando Rafa dio un puntapié al balón y logró alejarlo, pero con las habilidades actorales que llevaba desarrollando a lo largo del partido, Robben se arrojó en una imagen que después se viralizaría con cuernos y cola, muy renacentista.
Penal.
-¡Pendejos! -grité.
-No puede ser -dijo mi madre.
-Con suerte la coladera humana de Ochoa para el balón -dijo Jesús.
-¿Por qué no pusieron mejor a Corona? -cuestioné yo.
Huntelar disparó. Memo se tiró al otro lado y el balón se acurrucó en las redes.
-¡Pinche portero baboso! -proferí- ¡Equipo de mierda!
-Fue un buen penal, Ochoa no podía saber hacia dónde tiraría -habló el traidor.
-Sí, sí se puede. El truco está en la punta de los pies, hacia donde apunten es a donde tirarán.
Mi hermano calló.
Solo quedaban dos minutos para terminar el tiempo extra.
Marco Fabián rezaba desde la banca.
-Ridículo -dije yo.
El piojo se puso colorado como jitomate.
-¡Inútil! ¡Idiota! -grité al televisor. Estaba convencido de que sacar a Giovanni y meter a Aquino había sido un error fatal.
El partido terminó. Me desplomé en el sillón. Sentí que lágrimas recorrían mis mejillas, pero no lágrimas de tristeza, sino como las que tuvo Pancho Villa ante el pelotón de fusilamiento huertista. Lágrimas por traición.
En un soliloquio, cuestioné si es que la selección nos había ilusionado, como una pareja violenta que promete nunca volver a hacerte daño, y le creímos; las estadísticas no les favorecían, y les creímos. Jugaron mal y se salvaban por suerte contra los otros equipos… y les creímos. Queríamos creerles. Quizá todo el tema de la mediocridad del equipo se debía a esa falacia tan común de “tú no lo harías mejor, ¿o sí?”, donde nos callan la boca para no juzgar los errores. O quizá sea parte de una conspiración, una en la que grupos de élite limitan al equipo para no generar unidad en el pueblo, y de vez en cuando nos dan un hueso como una sub-17 o unas olimpiadas… o quizá…
-¿Quizá qué? –interrogó mi padre.
-Quizá todo es mucho más sencillo: No era penal –sentencié y el tema no volvió a tocarse por cuatro años.