ALGÚN DÍA MI GATO COMERÁ SANDÍA
Omar Arriaga Garcés
Dice el novelista español Luis Mateo Díez que “la literatura convierte sin remedio cualquier enfermedad en una enfermedad del alma”, paralelismo por el que todo dolor corporal adquiriría en la literatura una dimensión de la mente; sin embargo, no es la enfermedad del alma, tan difundida en nuestra época (al menos como motor de las patologías mentales), la que atañe a este texto; antes bien, se trata del padecimiento físico como casa a la que el enfermo se habitúa.
Si buceáramos en los historiales clínicos de las instituciones psiquiátricas (como se ha hecho usualmente desde el caso de Schreber, aquel juez de Dresde, Alemania, que afirmaba que Dios había elaborado un enredado plan para destruirlo a él, cuya existencia mantenía el orden del universo), e hiciéramos la comparación de dichos testimonios con pasajes de la Biblia, Don Quijote, la obra de Dostoievski y, bajo esta noción, la de casi todos los escritores del mundo, observaríamos que la mayoría de los que leemos comparte una naturaleza anímica apartada de “lo normal”, que se nutre de capítulos a los que bien podría denominarse “espirituales”.
Me atrevería a afirmar que esta condición apartada de lo que otrora se considerase “normal” ha aparecido durante el Renacimiento, si bien, se ha vuelto perceptible a partir de la Ilustración y, en nuestros días, la hallamos por todas partes. Con todo, la enfermedad del alma es tan antigua y omnipresente que sería redundante enlistar sus apariciones en las obras de la antigüedad. Platón, por ejemplo, da una muestra del conocimiento de los griegos en dicha materia en distintos diálogos; sobre todo en Fedro, donde se habla de cuatro tipos de locura y diversas variantes de la posesión mental.
La literatura es en sí misma patológica, y es una cualidad suya tan característica que parecería redundante invocarla; mas no tan frecuentes resultan las historias del dolor de la carne. Por ello es asombroso un grupo de relieves de Monte Albán, Los danzantes, ya que, sin duda, trazan no tanto un cúmulo de bailarines como uno de enfermos en busca de alivio, a modo de peregrinaje: registro de escenas sin precedente entre las culturas mesoamericanas, cuyos motivos exactos aún se desconocen. Con todo, la sugestión de estas figuras grotescas demostraría una tesis del médico y escritor Arnoldo Kraus: “Para quien padece, sus enfermedades y sus historias son parte imprescindible de su existencia”.
No es pues de extrañar que a quien le han amputado un brazo siga sintiendo como si tal extremidad fuera aún pegada a su torso y, de la misma manera, que cuando algún enemigo que nos ha infligido una herida se halle cerca, la cicatriz empiece a doloer (Masa y poder, Elías Canetti). Expresado de otro modo: “La enfermedad es un antídoto contra el olvido”.
Encrucijada de incidentes, matriz de historias: el sufrimiento como motor indeleble para la literatura. Fue Roland Barthes quien habló de su cuerpo a nivel histórico; primero por su lectura de La montaña mágica, novela de Thomas Mann donde se narra la tuberculosis padecida por el héroe; luego, porque años más tarde la padeció; finalmente, cuando décadas después las quimioterapias le curaron y la enfermedad perdió su halo mitológico.
Durante ese gran intervalo, Barthes sintió inequívocamente que lo que transcurría era la vida misma. Para Anton Chejov y Somerset Maugham, médicos y escritores, la enfermedad y la literatura conforman un binomio de sístole y diástole como el de los latidos del músculo cardíaco: morada y alimento, paz e insomnio, dolor y cura; su planteo evoca la tragedia Filoctetes, de Sófocles, quizá la obra literaria más antigua de Occidente que se haya escrito sobre el tema.
Filoctetes, héroe griego que viaja a la guerra de Troya, es mordido por una serpiente; pero, no por cualquier clase de serpiente, por lo que sufre el abandono de su ejército en una isla desierta a causa de la misteriosa y fétida enfermedad que la mordedura sagrada le provoca; sin embargo, el desgraciado es también el poseedor de un arco mágico que nunca yerra, regalo de un Dios, necesario para la toma de la ciudad asiática.
Esta obra antigua (que inicia cuando Odiseo vuelve por Filoctetes y su arco para tomar Troya y cumplir con la profecía) trasluce que, aunado a la enfermedad, se desarrolla un conocimiento de la vida que sólo el dolor lleva a su perfección última. No cuenta el dolor autoinfligido, como más tarde debieron notar los artistas románticos.
Sobre ese mismo conocimiento, veinticuatro siglos después, Lev Tolstoi da muestra en La muerte de Iván Illich, libro que se ha equiparado a Pedro Páramo como una de las obras que más profundizan en la experiencia de la muerte (si es que alguien puede experimentar la muerte en vida para venir a escribirla).
La muerte de Iván Ilich narra la historia de un personaje agónico que fungía como juez y que, por un muy ciego azar, cae enfermo, por lo que todos dejan de respetarlo y de prestarle atención; sea porque la vida ha cambiado o por lo que Baudelaire decía: que sentimos placer al comprobar nuestra fortaleza frente a la debilidad de los demás.
Y es que a diferencia de las pestes (esos males masivos), la enfermedad impone un claustro particular a la persona: siempre he sentido admiración por Robert Louis Stevenson y Juan García Ponce, escritores que hicieron del padecimiento individual una casa desde la que desafiaron a la muerte, contando el paso de los días y las noches, las generaciones… las estrellas.