El amigo bostoniano arguyó que qué sentido tiene informarse y entender el presente si hay toda una tradición cultural de siglos y siglos de grandes obras y el presente está contaminado por la gente joven y los pendejos de todas las edades.
Por Jorge A. Amaral
Un amigo bostoniano cuyo nombre omitiré para no evidenciar a nadie pero a quien Omar Arriaga conoce desde hace muchos años (para mayores referencias puede consultar en este link) cuando Arriaga Garcés ganó el concurso estatal de ensayo con un trabajo que no me ha dado la oportunidad de leer, de inmediato despotricó contra quienes publicamos de manera periódica tanto en medios digitales como este o en medios impresos, ya sean revistas o diarios; incluso cuando yo le comenté que ya era colaborador semanal en Cambio de Michoacán, lanzó la misma serie de comentarios en el sentido de que él no veía el objeto de publicar, y menos en algo tan “efímero” como un periódico o tan “instantáneo” como una revista en línea. Intenté conciliar con él algunos puntos, como la importancia del periodismo, la prioridad que hoy, como siempre, tiene estar informados de lo que ocurre para entender nuestro presente como un deber social, incluso cívico. No pude. El amigo bostoniano arguyó que qué sentido tiene informarse y entender el presente si hay toda una tradición cultural de siglos y siglos de grandes obras y el presente está contaminado por la gente joven (él tiene 30) y los pendejos de todas las edades.
El asunto es que este tipo de personas que critican a quienes expresamos nuestras ideas, vivencias y expectativas de manera pública –y más como su servidor, que rehúye a lo rebuscado y grandilocuente dando prioridad a la franqueza y a la sencillez–, pueden ser realmente nocivas para la actualización de la cultura, la cual no debe detenerse pues nos estancaríamos como sociedad. Estamos hablando de gente a la que lo único que le gusta es que no le gusta casi nada, salvo dos o tres fetiches culturales; odian cualquier publicación en la que ellos no aparezcan, lo más actual de su fonoteca fue grabado en 1950, o en esta década pero compuesto hace tres o cuatro siglos; lo más contemporáneo en su acervo de lecturas fue escrito hace 50 años y, sobre todo, se cierran completamente a cualquier nueva experiencia, incluidas las relaciones de pareja, ya no digamos las sexuales, pues dicen que no hay nada nuevo bajo el Sol, y si lo hubiere, seguramente apesta.
Cómo explicarle al amigo bostoniano que sí, está bien, Louis Armstrong es buenísimo, pero también lo son Nortec Collective, Adele, Liliana Felipe, The Roots, Sun Ra o Eric Clapton (God!). Cómo explicarle que sí pues, Ricardo Garibay era excelente cronista, pero también Monsiváis, Jenaro Villamil, José Gil Olmos o incluso el ultraderechista recalcitrante de Guillermo Sheridan. Cómo hacerle entender que, cierto, Alfonso Reyes es uno de los padres del ensayo latinoamericano, pero que también Gabriel Zaid, Luis Villoro o Eugenio Trías tienen cosas sin las cuales el pensamiento latinoamericano no sería el mismo. No se puede por una simple y sencilla razón: su esquema de pensamiento está amurallado por los prejuicios y la petulancia.
Volviendo al tema de publicar, la razón que dio el amigo bostoniano para ni siquiera pretender hacerlo fue que ellos son grandes escritores pero no les interesa dar a conocer lo que hacen, dado que escriben desde sí y para sí. Vaya pavada, le comenté a Omar Arriaga al hablar de este tema, dado que quienes escribimos lo hacemos con la intención, no de que guste, sino de que sea leído, y si lo escrito y publicado es el del agrado de algún lector, bueno, es un bono y se agradece; si no gusta y el lector emite una crítica negativa, se toma en cuenta como parte del constante aprendizaje de quienes estamos en este ajo. Así, de igual forma que el músico y el cantante quieren ser escuchados, el artista visual desea exhibir su obra y venderla y el teatrero y el bailarín buscan actuar para un público, el escritor, en cualquiera de los géneros, desea ser leído por una simple y sencilla razón: tiene algo que decir a los demás. Por lo tanto, quien venga y muy kafkianamente nos diga que escribe para sí, simple: que ahorre tinta y esfuerzo y mejor vaya a terapia, que será una forma más íntima de sacar sus demonios, traumas, temores y deseos sin arriesgarse a que al morir, un amigo haga caso omiso a la indicación de quemar los escritos y los publique, generando una gran riqueza por concepto de regalías a los herederos del escritor privado.
Así pues, el amigo bostoniano seguirá toando su café en la autocontemplación, y aunque en la Avenida Madero haya una matanza, él no se dará cuenta porque del café tomará su combi de regreso a casa; y si llegara a enterarse, lo celebraría, ya que habría muchos seres humanos menos, lo cual posibilita el fin de la humanidad.