Una compañía aseguradora es el único personaje que nunca tendrá carne y huesos en la historia, pero que en un momento clave nos será explicado cómo se convirtió en personaje.
La suma de todas las partes llegará al final, con una ligereza y a la vez maestría tales que en pocas historias hemos visto, como es el caso de El Joven Törless (de la novela de Musil, adaptada por Volker Schlöndorff). ¿Qué es el capital humano? No lo sabemos y nos preguntamos qué es una y otra vez, por lo menos aquellos que no conocemos el término. Especulamos, pero el misterio nos llevará de la mano.
Tras una fiesta, un mesero termina de trabajar, se sube a su bicicleta y se convierte en ciclista. Sobre una carretera, este ciclista es atropellado, «misteriosamente.» El punto de partida será también el punto de regreso. La trama que en momentos parece telaraña, ha sido fina y prodigiosamente urdida por Stephen Amidon y adaptada por Paolo Virzì, Francesco Bruni y Francesco Piccolo. Así, primero conocemos a Dino Ossola, bajándose de su modesto Audi, que palidece al lado de otros coches como Maserattis o Ferraris.
El aparente conflicto inicia cuando Dino decide invertir y hacer negocios con Giovanni Bernaschi. Para ello se habrá de endeudar con 700 mil euros que no posee, una cifra que para la familia Bernaschi, quienes goza de un pequeño palacete y juegan tennis en sus propios terrenos, es probablemente muy poco. La hija de Dino, Serena, es novia de Massimo, hijo de Giovanni. Al parecer esto es suficiente para acercar los lazos y hacerle creer a Dino que los padres son amigos, casi como por consecuencia medieval en las relaciones interfamiliares.
Dividida en capítulos, El Capital Humano contará las versiones de Serena, mientras se va creando la avalancha de la historia, pero conoceremos también a Carla, la ingrata madre de Massimo, quien sufre por vivir abandonada en un palacete y no tener un motivo para vivir, pero tampoco tener un motivo para no hacerlo. Así, las pequeñas historias que parecen regresar una y otra vez, nos ayudarán a entender quién, cuándo y dónde, sin detenernos a pensar en la justicia o la moral. Los juicios, por fortuna, no son cinematográficos.
Los humanos en el pequeño mundo de Amidon/Virzì son aquellos cuya supervivencia está ligada con la supervivencia de sus coterráneos. El misterio deja de seguir las antiguas reglas del thriller decimonónico para convertirse en un cuadro lleno de ventanas, tal vez un poco Faulkneriano, en donde ensamblaremos las piezas pero no sabremos hasta el final quién realmente las mueve. Dios está presente, pero es invisible y no tiene nombre ni apellido.
La maestría de Virzì no solo está en la sobriedad, en la justa dimensión de las caracterizaciones, sino en la economía de las emociones que encarnan los actores: sin reducirse a un drama bergmaniano o elevarse a una farsa Felliniesca, Virzì logra un equilibrio sublime, a la vez que pesca nuestra atención como un pescador pesca una trucha que se desvío de su río, inocentemente. Los puntos de vista, que tampoco se convierten en un abuso estructural como lo hicieran Arriaga e Iñárritu en Amores Perros, es un elemento en la estructura que juega orgánicamente, tan así que pareciera que la vida se cuenta fragmentada. Tal como la vida es.