No es ningún secreto que la pandemia del Covid-19 ha significado un parteaguas en nuestra vida individual y colectiva. El estancamiento de las actividades sociales nos ha orillado a retornar a nosotros mismos, a destinar la mayor parte del tiempo al ocio y a la contemplación. Algunos observan con indudable acierto que la pandemia ha revelado, asimismo, los contrastes sociales que prevalecen en México: mientras unos tienen el soporte económico para resguardarse del virus, otros se ven en la imperiosa necesidad de salir de sus casas para ganar el sustento cotidiano.
En mi caso, mi trabajo como docente me ha permitido gozar de un ocio relativo para realizar actividades que en la lógica implacable del capitalismo se consideran “suplementarias”, como es el caso de la filosofía. En ese sentido (y sólo en ese sentido) me puedo considerar un privilegiado. Puedo escribir, leer y trabajar desde mi casa.
Así, he podido reflexionar sobre los tiempos tan complejos que se avizoran. Hoy más que nunca la filosofía es una herramienta para comprender las agudas repercusiones de la pandemia en los ámbitos político, económico, educativo y existencial. Desde la angustia y la incertidumbre que atravesamos resuenan las antiguas preguntas de la filosofía: ¿Quiénes somos? ¿Hacia dónde vamos? ¿Cuál es el significado profundo de la muerte?
Esta semana me he sumergido en la lectura de los Pensamientos de Blaise Pascal. Se trata de una obra profunda, madura, existencial, fruto del temblor que provoca la duda. Nadie mejor que Pascal (espíritu científico tocado por el fervor religioso) para dilucidar estas grandes contradicciones propias de la condición humana. Para Pascal, somos seres finitos que añoramos la totalidad, seres situados entre dos abismos: el Todo y la Nada, el Ser y el No Ser, la vida y la muerte: “Porque, en fin, ¿qué es el hombre en la Naturaleza?
Una nada en comparación con lo infinito, un todo en comparación con la nada: un término entre todo y nada”, se pregunta el filósofo de Port Royal. Y, en efecto, resulta sorprendente que un virus nos disminuya de tal manera que todas nuestras pretensiones y ufanías se reduzcan a polvo y cenizas.
Como buen cristiano, Blaise Pascal proclama a Dios como la solución a esta zozobra íntima que experimenta el ser humano constantemente; Dios, en todo caso, es la respuesta a la desesperación. Sin embargo, hay un rasgo novedoso y moderno en el pensamiento de Pascal en torno a la existencia de Dios. A diferencia de los filósofos del medievo, Pascal introduce la importancia de la duda en el camino del religioso, es decir, liquida la antigua querella entre la fe y la razón, la creencia y la inteligencia, la religión y la ciencia.
Leemos en uno de sus lúcidos pensamientos: “Hay tres suertes de personas: Las unas que sirven a Dios, después de haberle encontrado; las otras que se emplean en buscarlo, no habiéndole encontrado; y los otros que viven sin buscar a Dios ni haberle encontrado”. Así, Blaise Pascal culmina una larga tradición maniquea que interpretaba las disputas a propósito de la existencia de Dios a partir de la fe (Agustín de Hipona) o a partir de la razón (Tomás de Aquino).
Otro de los puntos interesantes que propone el filósofo francés en sus Pensamientos tiene que ver con el profundo humanismo que establece. Si bien, como lo dije anteriormente, el hombre es un ser situado entre dos abismos, este movimiento pendular le permite asimismo asumir su propia existencia con autenticidad, procurando mitigar su curiosidad inextinguible, su anhelo de infinitud, rasgo característico del filósofo o del científico. “A fin de que la pasión no nos perjudique, hagamos como si no nos quedasen más que ocho días de vida”, apunta en otra de sus reflexiones.
A semejanza de Séneca en su opúsculo Sobre la brevedad de la vida, Pascal piensa que la flecha del tiempo se dispara vertiginosamente y no hay quien la detenga, por lo que es indispensable aprovechar cada minuto de nuestra existencia. El tiempo es irreversible. El ser humano es una brizna arrastrada por el viento, una criatura frágil, un átomo en la geometría infinita del universo.
Desgarrado entre dos extremos, en constante búsqueda de sí mismo, el hombre se eleva hacia lo infinito, hacia una totalidad donde no moran la muerte, la miseria ni la enfermedad: “Ardemos del deseo de encontrar una base constante para edificar una torre que se eleve a lo infinito; pero todo nuestro fundamento cruje, y la Tierra se abre hasta los más profundos abismos”, se lamenta Pascal.
El ser humano es el rey destronado de la Naturaleza. Un desterrado del tiempo originario de la vida, un ser escindido, siempre condenado (como el Sísifo de Camus) a llegar a las alturas de la Creación e, inmediatamente, caer de bruces y besar el polvo. Es justamente lo que vivimos durante la pandemia del Covid-19. El recuerdo constante de que el ser humano no puede manipular a su antojo la naturaleza a pesar de sus inquebrantables esfuerzos por conseguirlo. Con terrible impotencia nos hemos dado cuenta de que un virus nos puede minar irremisiblemente.