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Home»Columnas»Expediente Vegetal #20: Mi relación con Canadá está casi rota
Columnas

Expediente Vegetal #20: Mi relación con Canadá está casi rota

Llegamos a hartar a los hermanos canadienses y éstos decidieron cambiar las reglas para ingresar a su país: se pusieron bien estrictos
Raúl MejíaBy Raúl Mejía29 junio, 2025Updated:29 junio, 2025No hay comentarios9 Mins Read
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Ustedes no están para saberlo… pero yo sí para contarlo.

El tema es la muy probable ruptura de relaciones diplomáticas entre Canadá y quien esto les escribe.

La ruptura, lo aclaro, es para deslindarme de interpretaciones aviesas de seres sin escrúpulos. Este eventual distanciamiento unilateral y de efecto inmediato (pero sujeto a negociación y demoras) no es con su pueblo, sus ciudadanos, sino con una parte de sus instituciones. Yo no mezclo estados de ánimo ni afectos y mi relación con ese país es fraterna y, por un tiempo, incluso frecuente (el amor es así; nada puedo hacer al respecto).

Cuando pienso en un canadiense viene a mi mente un arquetipo: rubios, blancos y altos. También un estereotipo: montados en un caballo, con sombrero de ala plana y chaqueta roja impecable. Pero la variedad étnica los canadienses es muy variada gracias a la inmigración. Hay humanos de toda laya y se pondrá más interesante en cuanto los cromosomas de los negros, judíos, alemanes, árabes, lituanos, rumanos, hindúes, rusos, amarillos, prietos, rojos, deslavados, mexicanos y cuanta variedad se imagine, terminen de mezclarse entre sí y de una vez se los digo para que luego no anden chillando que no les avisé: van muy avanzados en ese rubro.

En este punto, algunos de quienes me hacen el favor de leerme se preguntarán qué pasó y puedo explicarles el meollo del asunto.

Eso trataré de hacer, pero antes algo de historia.

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Desde hace unos veinte años se puso de moda cobijarse con la bandera de la hoja de maple. Así que los mexicanos, “fieles a la recomendación del salvador y siguiendo su divina enseñanza” nos lanzamos a la conquista (por la vía legal primero y desde hace cuando menos dos generaciones por la vía cromosomática) a la ocupación de esa plaza.

Un mexicano digno de ese apelativo suele actuar bajo una máxima que se activa en la adolescencia, cuanto se tienen los primeros contactos con la vida real y se concluye que, siendo un ciudadano normal y sin conectes pertinentes, México jamás se ocupará de ellos. Es ahí cuando se pone en marcha, en la praxis, el viejo y conocido refrán que reza “yo no pido que me den, sino que me pongan donde hay” y el lugar “donde había” era Canadá: inmensas posibilidades de trabajo, turismo, pero sobre todo de asilo.

De eso se aprovecharon miles y más miles de mexicanos en fuga, pero me detengo en un caso arquetípico. Me refiero a un malandro pestilente e infeccioso, un ratero, corrupto y hojaldra. Un representante señero de una parte no tan ínfima de lo peor de México. Su nombre: Napoleón Gómez Urrutia, a quien acusaron de robarse un chorro de lana de sus representados, se metió en tremendo follón y huyó porque -en esos meses- la ley andaba con ganas de cumplirse en su persona.

¿A dónde se fue a refugiar nuestro querido personaje?

A Canadá.

Canadá

Sí, ya sé, un razonable tiempo después, la justicia y las leyes aztecas decidieron lavar la imagen del liderzuelo, lo sumergieron en alguna variante local del río Jordán y de ahí salió un hombre nuevo: entró un gañán; emergió un ente prístino, honesto, ejemplo a seguir, un ciudadano decente, pues.

Devino tan decente, que El Partido (con mayúsculas) lo hizo Senador en el 2018.

Pero ¿saben? Fuera de unos cuantos miles y miles de casos similares, a los mexicanos se nos quiere bien por aquellas tierras. Ello no obstante, somos tantos quienes pedimos “nos echen una mano” en materia de asilo o para ir a trabajar legalmente, que los canadienses dijeron “no manchen, son un chingo, ya párenle, cabrones” -todo lo anterior dicho en inglés o francés, claro.

O sea, llegamos a hartar a los hermanos canadienses y éstos decidieron cambiar las reglas para ingresar a su país. Se pusieron bien estrictos: hasta el primer trimestre del año pasado, cualquier mexica podía cruzar a Canadá sin visa. Sólo se requería un trámite expedito y nada caro para obtener una Autorización Electrónica de Viaje (eTa, por sus siglas en inglés) adosada al pasaporte y listo, papi.

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Con ese documento pude ir de manera regular y semestral a Canadá para visitar a mis afectos: un matrimonio muy querido y una rusa de quien me enamoré justo como dice Ángeles Mastretta que lo hizo una de sus parientes: “La tía Daniela se enamoró como se enamoran siempre las mujeres inteligentes: como una idiota”.

Yo fui más allá y no soy tan inteligente. Me enamoré de esa moscovita como un pendejo.

Pero eso es anecdótico y mejor vuelvo al tema central: como algunos de los lectores sabrán, soy un vegetal con un razonable grado de frescura. Un vejete en plenitud de facultades, con ganas de hacer un viaje largamente acariciado. El plan original y añejo (incubado desde el 2012) era cruzar Rusia en el famoso tren transiberiano, pero el costo de semejante viaje siempre ha estado fuera de mis posibilidades presupuestales.

¿Había opciones al alcance de un vejete clasemediero? Obvio, sí: cruzar Canadá en tren. Desde Vancouver y hasta Toronto. Entre cuatro y cinco días trepado en ese transporte, cruzando paisajes nevados, sin bajarme para nada, conviviendo con los nativos y turistas en ese vehículo mítico… y si no es mucho pedir, reconciliarme con la oriunda de Rusia que me tiene en calidad de bloqueado en casi todos los ámbitos de su vida.

Me puse bien ilusionado con el viaje, pero también era el momento de pensar en la compañía: ¿con quienes me gustaría viajar? No es fácil, amiguitos y amiguitas. Es un tema crucial. Eso sí: debían ser dos y con probadas dotes de conversadores porque habríamos de pasar un buen rato juntos y la sabiduría popular ya lo sabe y lo proclama: si quieres conocer a alguien, viaja con ese alguien o duerman juntos una temporada.

La segunda opción (dormir juntos) estaba descartada de manera absoluta, categórica e inapelable; para la primera era diferente porque tenía varios candidatos. Así entonces, previendo las variables del caso, le hice la invitación a siete.

Los insaculados con intenciones de ser abducidos en ese magical mistery tour fueron Gil, Alejandro, Vicente, Guillermo, Rafael, Víctor y Roberto. Un ramillete de vejetes muy apreciados por mí y con quienes suelo tener conversaciones enriquecedoras. Las trayectorias profesionales de esos sujetos, su sapiencia, había sido escanciada, por décadas, en los ámbitos de la psicología, el derecho, el periodismo, la fotografía, la filosofía y la ingeniería. Sus edades eran (y son) la quintaesencia de la juventud acumulada: entre los sesenta y poco más de setenta.

En esos siete había altas dosis de enjundia, potencia y determinación teórica químicamente pura.

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Al principio todos se pusieron felices con el plan. Los siete brincaron de gusto y empezaron a imaginarse ya en el tren, fotografiando el paisaje, checando cuántos osos se dejaban ver y cosas así, pero ¿saben? yo conozco a mi gente y calculé las tasas de entusiasmo y deserción de manera sensata.

El resultado fue así: una previsible tasa del 100% en las muestras de entusiasmo inicial…y una de deserción “a la mera hora” del 71.42%.

Me pasé de optimista.

Canadá

Al final, la tasa de deserción fue del 100%.

Todos recularon amablemente.

Me dejaron, como se dice coloquialmente, “silbando en la loma”, pero me dije “pos me voy solo, me vale chetos” y solicité mi visa canadiense. Eso fue en abril y hasta hoy, cuando ya no hay forma de reservar camarote privado en el tren conocido como The Canadian, mi solicitud de visa sigue en trámite. No me la han negado, pero tampoco me la han otorgado. Para cuando me la den (si acaso eso ocurre) será demasiado tarde.

¿Por qué no me la dan si soy un ciudadano ejemplar, solvente, de intachable trayectoria profesional, un abuelo amoroso y además soy simpático? ¿Alguien me puede explicar?

Pienso que la culpa es de Trump. De Donald Trump, el temido agente naranja. Lo creo capaz de todo, incluso de haber pactado con Mark Carney -el nuevo primer ministro canadiense- en cometer una infamia: no darle visa a cualquier persona que se haya expresado mal de él (de Donald) en redes sociales o en algún medio de comunicación pública -que casi son lo mismo, pero no es igual.

¡Joder! -me dije. Ambas acciones las he cumplido cabalmente y detectarme como indeseable con las herramientas cibernéticas actuales, debe ser facilísimo. Si en el puesto de primer ministro estuviese todavía Justin Trudeau, las cosas serían diferentes porque entre Donnie y Justin había un odio jarocho muy acendrado y fructífero. Justin, puedo asegurarlo, me hubiera defendido, pero con el Marc las cosas son diferentes: Donnie Trump se lo trae de bajada e incluso, hace unos días dio por terminadas las relaciones comerciales estadounidenses con el país de la hoja de maple. A nosotros -a través de la carismática Pam Bondi, fiscal general gringa- ya nos puso, junto a Irán y China, en la lista de sus adversarios. En ese escenario, el buen Marc Carney poco puede hacer por mi caso, aunque, me informan, “ganas no le faltan”.

Sí, lo confieso: he despotricado contra Trump públicamente y la mera verdad, si de algo sirve, le ofrezco disculpas porque ese viaje canadiense es parte de mis sueños, un sucedáneo digno del transiberiano y bien puedo hacerlo realidad el año próximo -insaculando a los mismos candidatos de la “promoción 2025”.

Según ha trascendido, al menos cuatro se arrepintieron de recular de manera tan sorprendente.

Es más, señor Trump, me arrepiento de haberle dicho “agente naranja”.

Si lo ven por ahí (a Donald) díganle que amo la literatura gabacha y en materia rocanrolera soy esclavo del imperialismo yankee -aunque menos que del talento roquero inglés.

Si no me dan la visa a Canadá, romperé relaciones con ese país, pus qué.

Estás avisado, Marc.

Y usted, Donnie, bájele de huevos a su chocomilk o nos vamos con los chinos.

Pero la mera verdad, sí quiero mi visa al país de la hoja de maple.

Soy un ciudadano ejemplar, en serio.

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Raúl Mejía
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Raúl Mejía. Escribidor. Ha publicado libros que nadie ha leído. Publica sus ocurrencias únicamente en Revés Online y son más extensos de lo normal. Sus artículos parece que si se leen y por eso cuida a sus lectores. Los tiempos no están para andar dilapidando esa especie en franco proceso de extinción.

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