Por Raúl Mejía
Me subí a la moto y me fui al encuentro con la naturaleza. Cuando llegué fui recibido con cortesía. Me mostraron el dormitorio común en donde viviría con tres mujeres y otros dos varoncitos de edades entre los 28 y los 35 años.
Me dieron un curso de inducción que me dejó claro que todo era meticulosamente medido: el gasto de agua para bañarse y lavar trastes, por ejemplo. Un dato interesante al respecto: el excusado carecía de agua y funcionaba en el novedoso formato conocido como “baño seco”. ¿Alguna vez han ido a “columpiar el tamarindo” y que éste caiga en una masa de excrementos de otras personas? Es una cosa muy extraña a la que finalmente uno se acostumbra.
A lo que no es fácil acostumbrarse es a sacar cuarenta kilos de caca cada doce días (dos excusados en el inmueble) para reciclarla en unos depósitos que la fermentan y luego, por obra de las enzimas y otros elementos misteriosos, esos desechos se convierten en abono pletórico de nutrientes. Todo se llevaba, les digo, con disciplina teutona: la cantidad de proteínas por consumir, las horas de trabajo, el programa de actividades. Todo. Eso no tenía nada parecido a la “vida lenta” tan idealizada desde la clase media.
Era un domingo nublado cuando llegué. Día de asueto. Desde la altura en donde la comuna se ubicaba podía ver el bosque en medio de la neblina y allá, a lo lejos, el pueblecillo pintoresco. Saqué la novela de Padura con la última aventura del detective Mario Conde y pensé en los libros que podría leer y las páginas magistrales que mi Mac Book Air albergaría. Era un domingo plácido.
El lunes la vida cambió y de una vez se los digo. Fue como pasar a la dimensión desconocida.
En mi condición de recién ingresado se me asignaron tareas sencillas: la primera, quitar la hierba que circundaba unas plataformas con cultivos diferenciados. Una especie de almácigos con cultivos diferentes en cada uno. Se trataba de dejar cada espacio entre sectores sin vegetación. Un trabajo de artesanía fina. La segunda, limpiar el contorno en donde unos árboles pequeños estaban creciendo felices y cuyas ramas servían para que otros cultivos, sembrados a un lado del arbolito, pudieran germinar y trepar por los troncos y ramas de los hermanos árboles. Una especie de “trabajo en equipo” entre especies vegetales.
Parece fácil. No lo es.
De entrada, era cuestión de estar de rodillas “todo el santo día”, con el sol a plomo sobre la espalda. Tal vez esas actividades, realizadas treinta años antes, no resultaban gravosas, pero treinta años después, sí. Terminé mi primer día con un agotamiento que no sentía desde mi época de ilegal en Estados Unidos trabajando como mesero, cargador y encargado del Snack Bar en un club de millonarios y felices propietarios de yates y Rolls Royce de varios metros de eslora. A las cinco de la tarde, terminando de comer, me fui a la cama y desperté trece horas después preguntándome sobre el sentido de la vida.
Las cosas no mejoraron nunca. El trabajo en el campo es despiadado, absorbente e inacabable. No los voy a aburrir con los detalles, pero una semana después una vocecilla dentro de mí sonaba insistente: “Si sigues así, te vas a enfermar”, pero se necesitaba algo más para romper mi espíritu guerrero y ese “algo más” se presentó, ocho días después, en la forma de un borrego celoso.
Esa mañana revisé el programa. Me tocaba limpiar el corral de esos animales tan simpáticos y llevarlos a pastar serenamente a una planicie alejada unos treinta metros del espacio borreguil. Obvio: jamás en mi vida había limpiado un maldito hábitat de se tipo y menos sacar a pastar a cuatro borregas y un borrego insolente. Lo informé en tiempo y forma. Una compañera, experta en la materia, se ofreció a darme instrucciones.
La teoría siempre es fácil de entender, lo difícil es aplicarla a la vida real. El corral contaba con dos habitaciones: una para el sector femenino y una recámara individual para el borrego. Un animalote presumido y pagado de sí mismo con quien de inmediato nos caímos mal. Tanto las borregas como el borrego se dejaron conducir sin problemas por mi compañera hasta la planicie. Regresamos a los corrales. Mi instructora se puso a limpiar la habitación del machín para que yo pudiera ver cómo se hacía.
Quedé perplejo con la cantidad de caca que el lanudo rumiante podía generar, pero eso no era nada comparado con la capacidad escatológica de las damitas. Eugenia -así se llamaba mi compañera de cuarto- me preguntó si había puesto atención al ritual de llevar a los animales a pastar. No había nada excepcional en ello y dije que sí. “Ahora limpia la parte de las borregas” -me dijo y se fue.
Aquello fue una labor muy pestilente. Si ustedes creen que la caca tiene niveles odoríferos extremos… esperen a oler los meados. Terminé beodo de tanta urea concentrada. Luego de dejar rechinando de limpias las habitaciones, me puse a darle mantenimiento a la composta (eso sí me gustó). Al final de la jornada, con Eugenia, fuimos por los rumiantes para llevarlos a su casa para que volvieran a infestarla de caca porque lo único que hacen esos animales, además de comer, es cagar. Todo el día. Cada hora, cada minuto. No paran de tragar y cagar.
Eugenia me dejó conducir la manada en el último tramo y ahí quedó claro que entre el borrego y yo había una antipatía plenamente correspondida. A la menor oportunidad me hacía fintas agresivas, pero no le di importancia, aunque Eugenia deslizó un comentario siniestro: “Creo le caes mal a Roque”.
Al día siguiente me tocó sacar a la familia a la planicie con la supervisión de Eugenia y desde el inicio el tal Roque actuó muy raro. No se dejaba conducir y me veía como si yo fuese un borrego con ganas de preñar a sus borregas (cosa bastante alejada de la realidad). “No le des la espalda porque se te irá encima. Roque es muy celoso y te considera un rival peligroso; un macho alfa” -me advirtió. Yo miré fijamente al borrego territorial sin entender cómo se le podía ocurrir que yo podía estar interesado en bajarle a sus novias.
Las damas borregas, justo es decirlo, se dejaron conducir por mí sin problemas (tal vez eso molestó a Roque, su docilidad) y yo cometí un craso error: le di la espalda y seguí a las hembras lanudas. Diez segundos después sentí un impacto violento en las nalgas que me lanzó varios metros adelante. Mientras la parábola que describí en el aire se completaba pensé algo parecido a “¡pero qué demonios pasa, por vida de Dios!” y luego aterricé en el lodo.
A unos metros de mí estaba Roque muy enojado y listo para dirimir nuestras diferencias en el único esquema al alcance de los seres salvajes: a madrazos. A lo lejos escuché a Eugenia graznar “¡hazle ver que eres grande!” y en cuestión de segundos pensé en la grandeza del lenguaje humano por sobre otras especies animales y soltarle un discurso sobre la pertinencia del diálogo, pero Roque ya había iniciado la carrera que terminaría con mi endeble posición intelectual. Recuerdo haber pensado “ya valí madres, me cae” y como una epifanía, una luz desde el firmamento límpido me iluminó. Recordé la amenazante “posición de la garza” que Daniel Larusso (Ralph Macchio) hizo famosa en el final de la película Karate Kid, cuando con una patada de antología noquea al maloso Johny (William Zabka) y gana el campeonato. Me puse tal cual cerrando los ojos esperando lo peor.
Santo remedio.
“¡No le des la espalda pero no lo mires a los ojos, Raúl!” -escuché a dos de los becarios de la comuna que observaban el incipiente combate. Lentamente volví a la posición normal y con extremo cuidado agarré un palo. Me dirigí al bellaco lanudo con mi mejor repertorio de frases intimidantes: “¡¡Ora sí hijo de tu puta madre, toma, toma y toma!!” y le propiné tras palazos en el lomo que seguramente le valieron madre gracias a la ingente cantidad de lana que lo protegía (nunca pensé en asestarle los golpes en la cabeza porque en alguien debía privar la cordura y no se trataba de lastimarlo, sino que supiera quién era El Más Grande).
Esa experiencia en el mundo animal, en donde priva la ley del más fuerte, me hizo reflexionar sobre la vida y las relaciones entre las especies. Los primeros humanos debieron sufrir mucho para imponerse sin tener garras ni dientes afilados, ni agilidad felina… pero este tipo de circunstancias ya las explicó de manera harto amena Yuval Noah en su libro Sapiens, de animales a dioses y no los aburriré detallando el asunto, mejor lean el libro.
El regreso a los corrales se hizo sin mayores contratiempos porque yo no dejaba de apalear al celoso rumiante y decirle cosas muy feas y ofensivas. Me gustó mucho humillarlo llevando a “sus mujeres” caminando confiadas a mi lado. Seguramente pensaron que por fin había llegado al corral un machote alfa que las libraría del yugo de Roque (porque era obvio que las tenía sojuzgadas).
Al día siguiente vi que me tocaba vaciar el “baño seco” y era cuestión de llevar sesenta kilos de caca, producto de dos semanas de evacuaciones humanas a los depósitos estratégicamente colocados para tal efecto y pensé si de verdad quería hacerlo. Decidí unilateralmente que no. Mi visión de la “vida lenta” pasa por ciertas comodidades y un excusado con agua corriente es una de ellas; vaciar cubetas rebosantes de excrementos no era mi ideal.
Así terminó mi incursión en espacios naturales y autosustentables.
Roque pudo vivir tranquilo con todo y su machismo despreciable.
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