Hace días le escuchaba decir al exjugador Luis García en una entrevista que en México siempre estamos inmersos en crisis sociales, económicas y políticas, por lo que mucha gente termina depositando su felicidad cada cuatro años en la Selección Mexicana. Y aunque casi nunca hay argumentos futbolísticos para pensar que se puede ganar la Copa del Mundo, siempre lo creemos fervientemente.
Yo soy de esos, de los que se convence de que ya nos toca, que nos llegó el momento y que a un Mundial no se puede ir a otra cosa más que a buscar ganarlo. A unas horas de que se juegue el México vs Polonia me comen los nervios y la ansiedad. Como si fuera un futbolista más, me he imaginado múltiples escenarios para el día de mañana, pero en todas salimos vencedores.
Ver un partido de México implica todo un ritual que conlleva evitar invitaciones y rechazar cualquier intento de colectividad. Para mí se trata de la cosa más seria de la vida en ese momento, que me parece imprudente reunirme con otras personas a mirar el juego como si se tratara de un pasatiempo.
Nada más molesto que observar un partido a medias porque el resto no para de hablar, reír, opinar, beber, comer… todo menos ver futbol. Mi círculo se limita a lo máximo a tres personas, siempre tratando que sean las más cercanas.
Desde el minuto cero no me siento nunca, camino como un león enjaulado por el espacio, grito, me enojo, aplaudo y si cae un gol, me voy a dejar la garganta ahí porque es algo que solamente se vive cada cuatro años.
Tampoco permito que alguien intente tranquilizarme ni mucho menos que me digan que no es para tanto. No contesto mensajes de celular y no intercambiaré puntos de vista durante los 90 minutos. Lo sé, suena a un martirio ver el partido conmigo, pero si no se aceptan mis condiciones, se instalan pantallas gigantes en distintos puntos de la ciudad donde sí caben las risotadas.
La derrota
En Alemania 2006 la cosa no iba bien en mi casa. Yo cursaba la preparatoria y lejos de tomar un rumbo de excelencia académica, estaba a una materia de reprobar el año y entrar a ese amplio grupo de “banqueados” de la mítica prepa 1.
Dentro de lo laboral, mi padre no hallaba estabilidad tras haber sido despedido sin importar que dio más de veinte años de su vida a la empresa Ricolino. Sus esperanzas estaban en que la derecha encabezada por Felipe Calderón no ganara la Presidencia de la República.
Y había otra cosa, estaba el México vs Argentina de ese 24 de junio, octavos de final. Yo había dedicado el verano a escaparme de las clases para ver la mayor cantidad de partidos posibles y ese sábado recuerdo que en mi casa desde temprana hora no se habla de otra cosa más que del juego.
Ricardo Lavolpe sorprendió alineando a Andrés Guardado y también silenció por unos instantes a toda la Argentina con ese gol tempranero de Rafa Márquez. Vendría la reacción albiceleste por la vía de Hernán Crespo y a partir de ahí el encuentro se volvió un brebaje de emociones.
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La demostración futbolística de esa tarde nos hizo soñar a mi papá, mi hermano y a mí. Cuando se llegaron los tiempos extras, la sensación en común fue la de que lo íbamos a lograr. Por fin se le había llegado la hora al futbol mexicano de dar un golpe histórico. Eso pensábamos, hasta que apareció Maxi Rodríguez con un gol fuera de esta dimensión que le dio la etiqueta directa como persona non grata para este país.
Recuerdo estar parado frente al televisor observando cómo se escurrían los últimos minutos y ante la inminente derrota, las lágrimas comenzaron a brotar sobre mi rostro sin que pudiera controlarlo. Era un dolor genuino, una decepción, un sentimiento de profunda tristeza que no hacía caso a los reclamos que llegaban a un costado de parte de mi madre: “Ni cuando yo me muera vas a llorar… no hay que ser fanáticos”.
Tras el partido, viví un duelo muy particular del futbol, pero ese día aprendí que cuando estás frente a una situación de este tipo, lo mejor es que te encuentres rodeados de los tuyos. No me imagino llorando en un asado o en un bar. Sé que suena a tortura ser leal a una selección como México, pero ya lo decía el propio Tata Martino: “Volver a la normalidad en el futbol significa volver al sufrimiento”. Y en ese sentido, para mí es un placer regresar cada cuatro años.