El filósofo eleata Zenón pensaba que el movimiento era un asunto improbable. En sus célebres y discutidas aporías refería que resultaba imposible desplazarse del punto A al punto B en un segmento hipotético, puesto que antes había que llegar a un punto intermedio (digamos al punto C). Así, del punto A al punto C había que atravesar otro punto intermedio (el punto D) hasta desembocar en un regreso al infinito. Zenón razonaba: ¿Es posible recorrer una serie infinita de puntos? Ergo, el movimiento es una ilusión.
No sé si Zenón de Elea tenía razón. Evoco esta aporía para entender el culto al movimiento en los parámetros espacio temporales de la sociedad contemporánea. O para refutarlo. No es ningún misterio que nos desplazamos hacia todos lados en bicicletas, automóviles, aviones, metros, trenes bala. Hacia todos lados y hacia ninguna parte.
Nuestros pies andan caminos perfectos, como espejos atroces. Contravenimos al hermoso y profundo consejo de Machado al hacer y deshacer caminos a nuestro antojo. Es cierto, nunca como en nuestro tiempo nos hemos desplazado tanto; nos movemos hasta en nuestros sueños más profundos. Hemos, desde luego, refutado a Zenón de Elea. Los viajes se prolongan indefinidamente; el infinito del universo -dicen los optimistas- es el límite. Si uno no se mueve, pierde el empleo, deja trunca la carrera, se le fuga el amor, se marchita para siempre.
En su lúcido ensayo “Notas sobre poesía”, el poeta mexicano José Gorostiza recuerda a Lao Tsé, cuando el sabio oriental definió la actitud del auténtico viaje de la siguiente manera: “Sin traspasar uno sus puertas se puede conocer el mundo todo; sin mirar afuera de la ventana, se puede ver el camino del cielo. Mientras más se viaja puede saberse menos. Pues sucede que, sin moverte conocerás; sin mirar, verás; sin hacer, crearás”.
Sin lugar a dudas, la belleza de la cita estriba en su elogio implícito a la calma anímica, a la meditación, a los amplios horizontes del silencio. José Gorostiza, uno de esos viajeros inmóviles que fueron los Contemporáneos, refiere la cita de Lao Tsé para definir la actividad poética como un modo sublimado de autoconocimiento, “un movimiento tan lento que en nada se distingue de la quietud”, según las palabras de su compañero de generación Xavier Villaurrutia.
Otro gran detractor de la prisa, del desplazamiento azaroso y equívoco, fue Franz Kafka, quien en uno de sus diamantinos aforismos dictamina: “No necesitas salir de tu habitación. Permanece sentado y escucha. Ni siquiera escuches, simplemente espera, callado y solitario. El mundo libremente te ofrecerá ser revelado. No tiene otra opción; llegará extasiado a tus pies”.
El movimiento sin ningún sentido resulta infértil, semejante a la gesticulación de un idiota. Hacia allá nos dirigimos; a esa región plagada de ascensores, naves espaciales, escaleras eléctricas, drones, tuberías digitales intrincadas, viajes alrededor del mundo en un día. El movimiento acorta los tiempos, simplifica las distancias, pero, al mismo tiempo, paradójicamente, nos aleja de nosotros mismos.
Todos estos aspavientos, estas ufanías, estas proyecciones ininterrumpidas hacia el futuro, ¿para qué? ¿Cuál es la finalidad de todo este ruido, de toda esta aceleración? ¿No sería más pertinente guardar silencio, reposar, escuchar, admirar los vestigios del crepúsculo? En suma: emprender el viaje más arduo del ser humano, a saber: el trayecto que va de la mente al corazón, como nos lo han sugerido los sabios de todas las épocas y latitudes.
Ese viaje silencioso a las constelaciones secretas que habitan en el interior del ser humano, tal como lo sentenció León Bloy cuando escribió: “Debemos ejercer una astronomía sublime en el infinito de nuestros corazones […] Si nosotros vemos la Vía Láctea, es porque ella existe verdaderamente en nuestra alma”.