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Home»Columnas»La pereza, la escritura, el abismo y la paternidad
Columnas

La pereza, la escritura, el abismo y la paternidad

StaffBy Staff13 diciembre, 2012No hay comentarios8 Mins Read
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Por Salvador Munguía

No más de diez personas me han preguntado por qué ya no escribo con regularidad. La respuesta es sencilla: no tengo de que escribir.

La escritura requiere además de talento, esfuerzo y dedicación. Y no poseo ninguna de las tres. Para empezar, nunca he entendido la cultura del esfuerzo, ni me interesa. En segunda, el tiempo dedicado a la escritura regularmente es subestimado, pasa desapercibido o no le causa interés a nadie. Y lo peor, descubrir tus propias limitaciones y carencias.

«Para seguir adelante se necesita mucho olvido.

Para seguir escribiendo, más todavía.»

Roberto Juarroz

Es cierto, los años me han hecho perezoso, me han quitado las ganas y las energías. Si antes escribía con regularidad era porque tenía ímpetu, era joven y vanidoso, y los jóvenes actúan con prisa, pedantería, fuerza. No había tiempo de parar, inhalar o dar largos respiros.

La mayoría de personas que escriben son individuos llenos de ingenuidad. Yo no era la excepción. En aquellos años creía que entre más escribía más cerca estaría de convertirme en escritor. La juventud me mantenía en forma y escribía como un acto reflejo, como el boxeador amateur que quiere convertirse en campeón del mundo y se levanta diario a pegarle a un costal viejo, o como el corredor de 100  y 200 metros, ese que requiere una zancada larga y dinamita pura. Pero al corredor de 100 y 200 metros si lo ponen a correr 400 o 600 metros quizá no le alcancé con tener la zancada larga y los pulmones frescos, es muy probable que ni siquiera llegue a la meta y que termine ahogado, que termine con la espalda erguida y el cuerpo hecho trizas. Para correr 600 metros se requieren riñones, la parte más sensible de un ser humano, se ocupan intestinos fuertes, se necesita estar acostumbrado al dolor, al flagelo. En la escritura pasa algo parecido. Vargas Llosa escribió que “el mundo del papel debe de tener olores, sangre, sudar, explotar, quejarse, correr, esconderse”. No basta la condición física, la destreza y el talento, se requiere de disciplina, de paciencia, de riñones, de huevos, de dolor.

Mucho alcohol, poca escritura...

Comencé a escribir de manera autodidacta –como se puede comprobar- en la época que cursaba la preparatoria, lo hacía para un pésimo panfleto, lo hacía mal, sin embargo, era una de las actividades que más disfrutaba. Escribir me permitía aislarme del mundo, de ser diferente, de revelarme. Representaba una manera de imaginar historias, de contar anécdotas, de reflexionar temas, de compartir ideas, de reseñar sonidos, de exorcizar demonios. Con el tiempo se convirtió en un mal hábito. Me gustaba imaginar vidas ajenas, crear personajes, soñar, reír, tropezar, matar, robar, amar mujeres inalcanzables. Un escritor es un tipo que observa, que imagina, que tiene muchas preguntas e inseguridades y escribe para buscar respuestas a través de sus escritos. A mí sólo me alcanzaba para observar e imaginar, las respuestas han sido escasas. Es como si jugara solo al frontón, tirar la pelota en esa enorme pared sin esperar que la pelota jamás regrese. Y ahí está el meollo del asunto, no esperar que la bola regrese, no esperar que alguien te felicite, no esperar que una editorial importante te publique, no esperar remuneración alguna, no esperar becas o premios, no esperar nada. Hace algunos meses, participé en las becas que ofrece el estado para los “jóvenes creadores”, incluía la publicación de la obra y unos pesos mensuales. Sabía que no ganaría, no pertenezco a ningún circulo literario y no tengo amigos que sean jurados. Sin embargo, un amigo escritor me animó.  Casi me aseguró que yo ganaría. Me olvidé por un instante del pesimismo, y me dediqué a escribir algunas noches. Fueron noches largas. Noches frente al ordenador intentando escribir algo digno. Noches tediosas. Mi incapacidad me limitaba a tejer alguna buena historia. Los dedos y las ideas se entorpecían frente al ordenador.

El escritor Munguía, en una de sus clásicas graciosadas...

Por las mañanas amanecía de mal humor. Me lamentaba perder el tiempo de esa manera y despertar todo el tiempo desvelado. Menciono esto porque la actividad más importante y responsable que tengo es el cuidado de mi hijo, me hago cargo del pequeño renacuajo por las mañanas, y entre otras cosas, se requiere tener que despertar a darle un biberón a las 6 de la mañana, cambiarle el pañal zurrado, bañarlo, contentarlo por bañarlo, volverle a cambiar el pañal (zurrado) y llevarlo a su escuelita. Durante aquellas noches que me dediqué a “escribir” me comporté como un padre inútil e irresponsable, tema que no merece más detalles. A pesar de eso, seguí escribiendo, estaba poseído por espíritus animosos, me vi recibiendo premios, halagos, firmando libros y recibiendo un chequesote. En las noches más optimistas llegué a creer que con ese cheque me alcanzaría para pagar algunas deudas, comprar una alberca inflable para mi hijo, surtir pañales nocturnos que cuestan una fortuna, y siendo tacaño, quizá hasta me alcanzaba para irme a Acapulco. Mis chaquetas mentales fueron sólo eso: chaquetas. No gané nada. No ganar era lo más probable pero me hizo reflexionar si en realidad podía dedicarme a esto. Ya sé que las becas no representan gran cosa. No te hace mejor o peor escritor. Después de quemar y echar a la papelera esos tediosos escritos, volví a recuperar la libertad. Pero me hice una promesa: no volver a confiar en los consejos de otros; no volver a participar en las becas del estado, y; no volver a cambiar el tiempo dedicado para mi hijo por estar escribiendo tonterías.

El crío

Siendo un adolescente me prometí que a los 30 años tendría una novela publicada, insisto, siendo un joven. Hoy tengo 32 años y no hay una novela publicada en mi curriculum. Son varias las circunstancias, he vivido por muchos años -si no es que toda la vida- en un confort absoluto, soy amante de la comodidad y la pereza y no aspiro a grandes cosas en la vida. Tengo muchas limitaciones para alguien que quiere convertirse en escritor. Me gobierna la indiferencia y también la inseguridad, un par de novelillas sin terminar están guardadas en los documentos del ordenador.  Aún así no me siento un derrotado. Soy padre de una hermosa criatura que me hace muy feliz y me ilusiona. Pero he perdido todo tipo de ambiciones. Jean-Marc, el personaje principal de la novela de Milan Kundera, le explica a su amante Chantal lo siguiente: “Y, al perder mis ambiciones, me encontré de golpe al margen del mundo. Peor aún, no tenía ganas de encontrarme en otra parte. Si no tienes ambiciones, si no te sientes ávido de éxitos, de reconocimientos, te instalas al borde del abismo”. Y así como Jean-Marc, me instalé allí, es cierto, con todas las comodidades. Me instalé al borde del abismo.

Estar al borde del abismo tiene sus ventajas. Es una forma de ir en picada sin tocar el piso. Es una forma de vida modesta, de ir sobreviviendo al día, de ir renunciando a compromisos, a trabajos o proyectos, “es estar del lado del mendigo y no en el del dueño de este estupendo restauran en el que estoy tan a gusto”, insiste Jean- Mark.  Estar al borde del abismo es libertad. Y la libertad va unida a la lectura, a la escritura, a rebelarse contra lo establecido, a la insatisfacción de la vida diaria. Jean Paul Sartre, el filósofo y escritor existencialista, opinaba que el deseo de leer –y yo le incluiría, el deseo de escribir- es el deseo de violar lo oscuro, el deseo de poseer un secreto. ¿Y para qué violar lo oscuro?, porque el mundo nos perturba. Octavio Paz decía que leemos –se escribe por las mismas razones- porque nos sobra algo o porque nos falta algo. Estamos todo el tiempo sedientos. Insatisfechos. Si escribía en la juventud por cierta inconformidad, ese desazón lo he ido arrastrando toda la vida. Los escritores son los profesionistas de la insatisfacción, leí en alguna parte.

Yo seguiré escribiendo -ya sé que a nadie le importa si dejara de hacerlo- es una manera de seguir revelándome, lo haré con todas mis limitaciones y carencias, con largas pausas y sin esperar nada. Por ahora no tengo nada que decir. Mi prioridad es el crío. Prefiero ver crecer al crío. Verlo caminar, caer, levantarse y volverse a caer, como la vida misma.

 N. de la R. Texto que aparecería en una revista del sur del país y que por la pereza del autor no fue enviado a tiempo.

 

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