Por Raúl Mejía
Con esta entrega doy por terminado el ciclo laudatorio y lisonjero de un puñado de personas representativas de ese noble oficio que no sirve para nada: leer por puro placer. Esta célula clandestina es atípica porque hay quienes leen para saber de cierto tema, otros para terminar la tesis y otros para ser expertos en equis asunto; hay quienes leen para tener tema de conversación y quienes lo hacen para salir de una crisis amorosa.
Mis lisonjeados son menos complejos: leen por puro gusto. No pretenden otra cosa que disfrutar. No hay objetivos ulteriores. El goce y ya.
En esta ocasión me ocuparé de dos personas a quienes quiero mucho y bien. La primera es una mujer a quien sus más cercanos conocen como La Nena y yo he logrado posicionar, entre algunos íntimos, como la cuñada forever. Oficialmente llamada Ángela Govela.
El otro es un señor escindido entre los personajes que lee con devoción y la necia realidad refractaria a ser como la de los libros: el licenciado Munguía -también conocido en su colonia y en la Perla del Cupatitzio, como Salvador.
Paso a decirles cómo fue mi encuentro con estas dos personas tan queridas.
A Ángela me la presentó… mmh… ya no me acuerdo quién, pero una cosa es segura. Fue a fines del siglo XX. Apenas inaugurado el siglo siguiente se hizo novia de mi hermano menor, Beto. Me imaginé que habría boda, arrejuntamiento, concubinato, amasiato o cualquier forma de unión digna del respeto ciudadano, pero la vida siempre trae sus propios planes y eso no ocurrió. Me quedé en la incómoda situación de cuñado frustrado. Meses después, cuando la pérdida dejó de ser una herida y me dejó vivir, le pregunté si quería ser mi cuñada forever y aceptó.
Desde entonces, casi dos décadas después, nos cuñadeamos sin problemas.
Al licenciado lo conocí cuando era un escuincle que acompañaba a Lety (su madre) al mandado y por el pan a la esquina. Me lo presumía cada rato: “Ya te digo, Raúl, no es porque sea mi hijo, pero Chava escribe bien bonito. Deberías leer sus textos”. Yo pensé “esto ya valió madres” porque me extendió unas hojas de papel impreso y no me quedó otra que prometer una lectura atenta de los escritos de su chamaco que siempre me miró con desconfianza. Como si sospechara algo avieso, misterioso o inconfesable.
Una cosa pueden dar por hecho: nunca leí sus textos.
Años después, el caprichoso destino nos juntó para un asunto de compra venta de una moto. Me convenció de las bondades de la máquina (del color, infame, no). El vendedor me inspiraba confianza. Saqué el fajo de billetes para pagarla así, sin broncas y al contado. Fue ahí cuando me reconoció. Se metamorfoseó de un gentil vendedor a un escritor ofendido retroactivamente. Me dijo que él era el escuincle al que yo había ignorado con todo y textos: “Nomás por eso no te vendo mi moto” -dijo y se fue con rumbo desconocido, dejándome con el dinero en la mano.
Siempre he tenido la sospecha de que al vendedor de motos y escritor de fábulas urbanas no sólo le caí mal por no leer sus textos, sino que sospechaba que entre su mamá y yo “hubo algo” en el lejano pasado. Me apresuro a aclarar el asunto para salvar honras y evitar chismes: en el remoto 1976, en efecto, yo andaba echándole los perros a su mamá de manera descarada y objetiva, pero Lety ni cuenta se dio porque estaba locamente enamorada de quien en esos años era la versión moreliana de Mick Jagger: el famoso Chavita, padre confirmado y certificado de quien hoy me ocupo en esta semblanza. Mi cruzada amorosa y pasional (más lo segundo que lo primero, obviamente) estaba signada por el fracaso desde el primer día. Para ponerlo en términos balompédicos, era como si quisiera competir con Cristiano Ronaldo siendo el Mudo Juárez.
Y bueno, la vida tiene limones y cerezas. En el caso de estas dos personas (Salvador y Ángela) las cosas se pusieron cada vez mejores.
De fondo musical pueden poner la rola de los Bee Gees: Cherry reed. Miel cien por ciento pura.
Empiezo con mi cuñada.
Miren, a riesgo de caerle mal a una parte de los lectores -pienso en quienes no conocen a mis semblanteados- les diré algo: yo amo a mi cuñada Ángela. Es de esas personas a quienes es imposible no amar. Todo en ella transcurre sin aristas que lastimen (porque hay picos que lastiman ¿verdá?). No digo que sea un obelisco de prudencia y mesura. En todo caso, su hombre sabrá qué tipo de demonios y arcángeles se sueltan en el hogar que han formado estos tortolitos. Para mí, la cuñada es la paz. Eso lo noto y confirmo en la conversación ligera, en las sesiones de chismes light y, sobre todo, en las confidencias que se intercambian cuando hay amistad.
A mí me honra ser amigo de “la Govela” -como la llama Vicente Guijosa.
Nuestro cariño no pasa tanto por los libros porque otra característica o cualidad de la cuñada -en materia libresca- es el recato. Es una lectora incontenible y sin sosiego, pero rigurosamente secreta. Digamos una mosquita muerta en plenitud de facultades. Cierto: no para de leer, pero ese oficio jamás lo saca en la conversación. Con los libros ha construido un refugio que la previene de las cosas pinches de la vida. No es una lectora a quien verán citando párrafos, analizando la forma y el contenido o el lugar de tal o cual autor en el mundo literario. Jamás. Y sin embargo sonríe como lo hacen los que saben todo y le parece perfecto que nadie sepa que lo sabe. Ella lee nomás porque sí y, como en todas las actividades sectarias (leer lo es), prefiere no andar de presumida.
Hace unos días la obligué a confesar algo de su secreta actividad lectora y apenas logré sacar unos mendrugos. Me dijo de los libros que leyó cuando era una escuincla de veintitantos. Diablo Guardián fue de esas novelas que la dejaron toda alborotada y hay motivos para ello: la historia de la descarriada y altamente cabrona Violetta con el Pig, acompañados del -obviamente maldito- Nafastófeles no dan para otra cosa.
Cuando la vida fue transcurriendo, la cuñada decidió leerla otra vez y pos ya no hubo esas fulguraciones. No siempre es bueno volver a los lugares donde uno fue feliz (eso prescribe un cantante famoso y yo le creo). Cosa muy diferente ocurrió al llegarle el turno a la inefable Cien años de soledad. La ha leído cuando menos tres veces: “puede parecer un cliché porque esa novela es como una cima mencionada por todos, pero siempre que la releo parece ser la primera vez que lo hago”.
Cuando le pregunté por sus libros favoritos “de toda la vida” dijo que prefiere hablar de los que ha leído en los últimos dos o tres años. Insisto en saber de esos libros imprescindibles y confiesa que El beso de la mujer araña es uno de esos títulos perennes, pero en un lugar especial está Matar un ruiseñor, un título del que se ha convertido en promotora permanente. Apenas se siente en confianza con algunos elegidos, les pregunta si ya leyeron la historia de Atticus Finch y obvio, nomás la observan sin entender de qué habla esa mujer y es explicable, porque así que uno diga “¡uy, todos conocemos a señor Atticus!” pus no ¿verdá? De hecho, casi nadie sabe quién es… y en el medio leguleyo, de abigarrada y sofista sintaxis, menos.
Pues bien, la Nena es una devota de las causas perdidas y trae en su bolsa ejemplares de la novela de Harper Lee que restriega en la cara de quien ella considera puede ser un buen lector.
Hace cuatro días, cuando la busqué en su trabajo para detallar cositas de esta entrega, la encontré acorralando, en el descanso de una escalera, a un azorado abogado. Lo urgía a llevarse uno de los ejemplares de regalo de Matar a un ruiseñor: “Es que, de verdad, licenciada, ando bien clavado con Paulo Coelho ¿ya leyó algo de él?” Ángela lo miró con cierta piedad y algo iba a decir al desgraciado, pero en ese momento supo que yo estaba ahí, sonriéndole con empatía (con mi ejemplar de Harper Lee como medida precautoria). Ya luego me confesó: “Con ese libro me pasa que siento como una obligación moral difundirlo, recomendarlo, regalarlo; lo que sea” -me dijo y le mostré mi ejemplar de la editorial Harper Collins. Ese momento lo aprovechó el leguleyo que estaba siendo hostigado para alejarse apresuradamente desarrugándose el saco gris y peinándose la magra cabellera.
La Nena ha leído casi todo de Vargas Llosa, pero La casa verde es para ella algo cercano a la neta del planeta en tiempos del Covid19 y más allá. Entorna los ojos y en ese embeleso me dice tener bien presente la lluviosa tarde de un verano cuando Víctor Rodríguez llegó todo misterioso y, sin mediar palabras, le restregó en la cara el Libro vacío, de Josefina Vicens. Se rumora que, a partir de la experiencia con Víctor, la técnica de restregar libros se le convirtió en un hábito de fomento a la lectura con disparejos resultados. Ya planea una campaña del “tipo ruiseñor” con el libro de doña Josefina.
Dicen que siempre hay un libro esperándonos. No tengo por qué dudarlo, pero mi cuñada (forever) no los espera; los busca.
Para que amarre, le pedí a mi amiga Juliet Mendoza que, sin pensarlo mucho, me dijera unas palabras sobre la cuñada forever y hagan de cuenta que le di cuerda. Le tuve que implorar cesara su incontinencia verbal. Aquí una mínima parte del alud julietista:
Para mí, Ángela es como la obra en un museo: me dedico a contemplarla cuando la veo porque es bella por donde la enfoques. La Nena -como suelen nombrarla- es una de las mujeres más genuinas que conozco. Su personalidad no cambia se cruce a quien se cruce. Ella es simplemente ella. No da la impresión de querer agradar a alguien, es agradable por sí misma y eso la hace entrañable.
Nuestros encuentros siempre han sido un deleite. La conocí en La Enramada. Desde que la vi entrar llamó mi atención. Tiene una presencia luminosa, es imposible no mirarla.
En los casi nueve años que tengo de conocerla, me doy cuenta que sus palabras y sus acciones son de lealtad. Es una mujer leal con quien se ha ganado sus afectos. Ángela sabe estar y darse a las personas que aprecia. Ángela habla, baila y canta con su cabello.
Es una mujer ante quien celebro la oportunidad de cruzar nuestros caminos.
¿Y el licenciado Munguía? Pues luego de que se le pasó el coraje nos hicimos amigos y ahora sí empecé a leer sus textos. Es un activista de feisbuc y del tuiter, canales a través de los cuales muestra una faceta de su personalidad, filias y fobias: quejarse de sus hijos y al mismo tiempo ponderarlos en el viejo estilo “me caigo pa´ que me levantes”. No cesa de excretar decretos sobre la verdadera música y el amor incondicional al equipo que recién nos abandonó. Si la fidelidad tiene un nombre, ya lo podemos decir porque es pasado: Monarcas Morelia.
Es, en porcentajes iguales, lector y escribidor. Cuando uno lee sus textos parece que primero fueron pensados en inglés y luego traducidos al español porque tiene un grupito de referentes gabachos que le alimentan una vida que ya no es, pero él insiste en creérsela. Poco le falta para que en lugar de escribir “ya la cagaste, güey”, ponga “¡Demonios, has fastidiado todo, Rick!”
Eso pasa cuando se hacen mezclas con escritores como John Fante y John Cheever (sórdidos), sazonados con el machismo cortante de Hemingway. Es como si esos escritores lo lanzaran a vivir la noche y el exceso (bukowskiano, de preferencia), pero como no puede ser de la workin class italo americana, parece conformarse con el clasemediero que sí es adaptándose, felizmente, al humor corrosivo y bien portado de Ibargüengoitia y -para que amarre- siguiendo como receta de cocina las experiencias vitales de Rubem Fonseca y Frederic Beigbeder… sobre todo con El amor dura tres años, del francés. Una novela de esas que cotizan en la bolsa y confirman que verbo mata galán.
A Salvador le encantaría que el mundo fuera como lo vivieron Raymond Carver y Fante, pero pus no. Aquí la realidad no tiene whisky. Pura cerveza y tacos al pastor en la madrugada. Ellery Queen no la rola por acá y de las alcantarillas no sale vapor de cloacas. Cosmopolita, el licenciado suscribiría esto: “El amor es un combate perdido de antemano. Al principio, todo es hermoso, incluso tú. No das crédito a estar tan enamorado. Cada día trae consigo su liviana carga de milagros. Jamás nadie en el mundo había conocido tanta felicidad. La felicidad existe y es muy simple: consiste en un rostro. El universo sonríe. Durante un año, la vida no es más que una sucesión de soleadas mañanas, incluso cuando nieva por la tarde”.
Creí que con Leonardo Padura algo de serenidad lo embargaría, pero no. Aún no está para esos lances, aunque, justo es reconocerlo, Adiós Hemingway, la novela del cubano, lo dejó meditabundo dos semanas y media. No más. ¿Lo hará “sentar cabeza” El hombre que amaba los perros?
Hagan apuestas. Yo tengo la certeza que antes de que termine la crisis del virus, encontrará lo que María Luisa Puga nos urgía a encontrar: “su tono”.
Uno de los seres más cercanos al leguleyo se conmovió cuando le pedí unas palabras para ese hombre a quien considera casi su hermano. “Nomás invítame unas chelas en La Enramada para poder escanciar mi generosidad con ese tipo” -me dijo. Yo acepté con una condición: “nomás no abuses… puedo invitarte tres Victorias. Aceptó y aquí dejo sus palabras:
Lo conozco hace unos trece años (dijo terminándose de un trago la primera chela). Nos emparentó, en riguroso orden de importancia, el gusto por las fiestas, la música, el cine y la literatura. Es la persona más cínica que conozco, pero un cínico simpático. Siempre te demuestra lo buen amigo que es: nunca te dejará solo cuando necesitas estar acompañado ni cuando andas transitando los caminos más oscuros de la existencia o necesitas que te preste una lana.
En materia académica… pues no sé cómo obtuvo el título de abogado, pero seamos sensatos: el licenciado Munguía no sabe absolutamente nada de leyes. Es una pérdida de tiempo pedirle alguna asesoría jurídica, por ejemplo. Le gusta mucho leer y coincidimos en gustos en ese terreno. Me ha robado cuando menos veinte libros excelentes, pero lo perdono porque sí los leyó y esos volúmenes que sustrajo de mi casa le facilitaron, de alguna misteriosa manera, el camino para escribir y pulir un estilo que lo retrata tal cual es.
Chava es un tipo que va por la vida sintiéndose “el muy vergas” y tiene mucha suerte porque con tantas cosas erradas que ha hecho en la vida, ya sería la hora de que le fuera mal, pero no. Las cosas siempre le salen bien.
Cuando el señor Francisco Valenzuela terminó la oda a su amigo le espeté: “debo entender que lo quieres mucho ¿verdad?”
El director de esta revista hizo la señal de la cruz con los dedos, la besó y lanzó el ósculo al cielo. Le creí cuando vi sus ojos anegados en lágrimas
A eso se le llama tener amigos, carajo.
Posdata: Por cierto, yo tampoco me explico cómo Valenzuela terminó con una licenciatura en Economía.
Imagen superior: Flickr/Leif Kurth
OTRO LISONJEADO
Algo sobre Sylvain Provillard, oriundo de una aldea ficticia