No faltará quien diga que el peor enemigo de un escritor, cuentista, guionista (o cualquier persona que se dedique a escribir) es la sequía de ideas. Por poner un ejemplo, José Emilio Pacheco escribió como texto introductorio en El bestiario (el de Juan José Arreola, no el de Cortázar) que lo difícil no es saber qué escribir, sino sentarse a hacerlo. En la actualidad sería algo como teclear el tablero con furia haciendo que cada caracter suene como una bala, para al final borrar todo por considerar al texto poco digno para ser leído.
Hay quienes esto lo dominan bastante bien y son o fueron prolíficos, como Rubem Fonseca y sus cuentos de locos, o R. L. Stine y sus mil relatos de terror. En un nivel local, por otro lado, llamamos escritores a personas que no tienen más de cinco cuentos escritos en toda su existencia, o a alguien que ganó un concurso y no volvió a escribir jamás.
Existe un tercer grupo, los que escriben dos líneas, luego lo borran todo porque advierten que no tiene sentido dicho texto. O bien, porque se han dedicado a divagar sin concentrar una sola idea. Son los perezosos, no tan perezosos como los poetas, pero perezosos a fin de cuentas.
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Este mal se ha heredado por los siglos. Incluso existe una historia, en la tradición cristiana, de un diablillo que se encargaba de hacernos caer en esos errores. Porque, claro, los errores humanos no son achacables a los humanos, sino a seres demoniacos que nos alejan del camino (?).
Así como hay demonios que nos obligan a comernos veinte tacos de pastor aun sabiendo que al día siguiente el baño será el poseído; o demonios que nos someten para reportarnos enfermos en el trabajo solo por no querer salir del refugio de las cobijas, existe un demonio anortografofílico. Igualmente es fácil decir que un demonio poseyó a alguien quien, recto toda su vida, se acostó con dos putas mientras su pareja está en casa lidiando con hijos adolescentes que, a su vez, están poseídos por el demonio de la rebeldía que describió Carlos Cuauhtémoc.
De verdad, no es mi intención hacer un tratado de demonología. El demonio al que temo y que me impide llegar al punto que quiero, y me incita a seguir divagando, se llama Titivillus. El mismo que atacaba a los escribas. Los pobres amanuenses se veían acosados por este ser que, contrario a cualquier otro demonio, parece duendecillo —porque nadie dijo que todos los demonios siempre son grandes, peludos y con dientes afilados—. Las ilustraciones lo plasman como un tipo de baja estatura, cuernos y escamas (porque, si no, no sería el diablo, es como ser asalariado y no endeudarte con relojes en tiendas departamentales: no tiene sentido), con una bolsita para cargar cada uno de los errores de redacción que cometemos. Muchos lo subestiman, pero imagínense que, por error, le envían un mensaje de “send nudes” a su jefe del trabajo, ¿apoco no es para tenerle miedo?
Pues ahí, en la soledad donde vive un escritor, entre los recuerdos y la inventiva, habita ese castrosillo.
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Se conoce un caso famoso de este sujeto, donde un rey (creo era Carlos I) le encargó a Robert Baker, el titular de la imprenta real, editara la Biblia, pero cuando estaba organizando las letras de plomo simplemente olvidó poner “no” en el sexto mandamiento, quedando: Cometerás adulterio.
Ante la instrucción clara, la población creció a niveles alarmantes (hasta en felicidad), pero aquellas travesuras no se pueden permitir. Cerraron la imprenta, multaron al dueño y lo encarcelaron; no lo mataron nomás porque no fue su culpa: el diablo lo obligó a equivocarse.
Así pues, ese Titivillus acecha en todas partes y sus víctimas son muchas, desde los que insisten en hacer una pausa cada que leen una coma, o los que ponen tilde en las palabras que terminan en “on”, o peor aún, ataca a los que forman sociedades de escritores y dejan de escribir para solo promocionarse y dar cursos: esos son los más lastimados por esta bestia.
Por ejemplo, ¿quién podría culpar a Gertz Manero? La culpa de todo es de ese demonio (Titivillus, me refiero) que decidió aparecérsele a él y hacerle olvidar que debía cambiar las palabras del texto para que una periodista no lo tomara como plagio. ¿Quién podría culpar a todos esos eternos universitarios que, cuando intentan redactar el marco teórico de su tesis, se les aparece Titivullus con el miembro de fuera (dato indispensable para la mnemotecnia) y los hace divagar hasta terminar haciendo un tik tok? ¿Quién podría culparme a mí por últimamente escribir textos cortos de temas nada profundos?
Nadie. La culpa no es nuestra, es del diablo.