ALGÚN DÍA MI GATO COMERÁ SANDÍA
Omar Arriaga
Ahora que ha pasado la semana santa, hay que tener algo de vergüenza para aceptar que quizá no nos parecemos a Jesús de Nazareth en eso de venir al mundo a sacrificarnos por los demás; igualmente, hay que ser sinceros al admitir que probablemente no seamos los vecinos más perfectos del mundo ni en el trato ni en las consideraciones prodigadas para con nuestros compañeros de colonia, relegados coestelares en ese papel protagónico que jugamos dentro de la telenovela llamada Vida mexicana en la provincia, siglo XXI… y contando.
Aunque tal parece que la Internet y los Oxxos nos vuelven más civilizados, a velocidades endiabladas, inconcebibles en tiempos de Dante Aligheri, “no se debe dar nada (como reza el viejo refrán) por sentado”, pues ciertos episodios medievales del fin de semana en la colonia de su preferencia, sobre todo los quince del mes, exhiben que no estarían tan lejanos aquellos días en los que el modus vivendi del mexicano contaba con la vecindad por escenografía de su despliegue existencial, usanza bien aprovechada por ese escritor dramático, Roberto Gómez Bolaños, que tan buenos dividendos generaría a Florinda Meza, su esposa y fiel compañera en este valle de reiteradas costumbres.
A ciencia cierta, no sé si el Manual de Carreño cuente entre sus páginas algún capítulo para la correcta convivencia vecinal y las maneras de acceder a ella; tampoco conozco si el Centro de Mediación Municipal tenga efectos benignos en el espíritu de los conciudadanos y su trato intervecinal; de manera semejante, ignoro la línea tras la que un conflicto público se convierte en delito. Lo palpable es que, pese a no yacer acomodados en un dúplex de INFONAVIT ni formar parte de la misma vecindad de la colonia Guerrero, siga habiendo gente incómoda por las celebraciones nocturnas de sus coestelares y que, por si fuera poco, se los hagan saber tocando el timbre más de doce veces a las tres y media de la madrugada, cuando hasta el velador se ha retirado.
“Debían matarlos a todos antes de que nazcan”, frase muy fea que Miguel Inclán dice en Los olvidados, de Luis Buñuel, no tendría que proferirse ni por equivocación entre personas educadas que todos los días se miran el rostro; no obstante, la señora del 26 ordena que los hijos adolescentes de su vecina, junto con sus amiguitos, deben, por lo menos, abstenerse de beber a las afueras de su portón, ya que sus gruñidos y majaderías no le permiten conciliar un sueño bien conquistado tras una semana de labores… Los chicos hablan atropelladamente, las matriarcas se insultan, un padre de familia surge de una casa en tinieblas y pregunta “qué es lo que está pasando”; las tribus se repliegan. Silencio.
En apariencia, la quietud ha regresado a la colonia; un momento después, sin embargo, parecidos a gansters espurios de película estadunidense, los chicos pasan fuera de la casa de la señora en un chevy azul marino con rines de cromo, arrojando a gran velocidad nada más y nada menos que ráfagas de nuevas majaderías e improperios. En el colmo de su obstinación, la del 26 vuelve a la carga y esta vez el pleito se eterniza… Aunque a más de alguno le gustaría intervenir para zanjar el asunto por lo sano, los problemas ajenos son menos graves que los propios. “¿Y usté a qué sale? ¡Vieja analfabeta!”.
… En otro sitio de la ciudad, un hombre sabio (canoso, con la aureola de santo alrededor de la mollera, y quien quizá pudiese ser munícipe de una ciudad como ésta), más sabio por viejo que por priista, un hombre así, decíamos, se ha quedado dormido tratando de ver Odisea en el espacio de Kubrick, pese a que no le gusta la ciencia ficción; mientras tanto, en un conocido table donde danza una reportera de tiempo completo a la que, sin embargo, síguele sobrando el tiempo y faltando el dinero, razón por la que en las madrugadas se convierte en Tiffany… en dicho table, una horda (de políticos) espera con impaciencia que el sol salga para seguir peleando un hueso que usará como mazo en las próximas elecciones. “Los biznes se arreglan al calor de las copas, mi estimado”, dice un funcionario, y uno no sabe si se refiere a las copas de la nudista o a las del vino blanco barato que está bebiendo, como si de un elixir mágico se tratara y él fuese el nuevo Judas en una última cena que siempre vuelve a comenzar. Las vías de Dios son inescrutables.