El día de hoy ensayaré una cartografía de la catástrofe. Pensaré en el carácter reiterativo de mis actos, en mis gustos monotemáticos, en las incesantes manías que florecen en este periodo forzado de cuarentena.
Me despierto a las nueve de la mañana. Siento en los párpados los sedimentos de un sueño lúcido, constante, repetitivo. El eterno retorno de lo mismo. Media hora después, me levanto definitivamente de la cama. En el mueble contiguo reposan mis anteojos, una taza que me regalaron mis alumnos, un libro de Gaston Bachelard, el celular, la computadora. Reviso ansiosamente los mensajes de WhatsApp. Nada nuevo: el comentario trasnochado de una amiga, los escalonados mensajes de un grupo intrascendente, las noticias amarillistas de mi abuelo Adolfo. Así se va dibujando y desdibujando el tedio.
Luego tomo la computadora, la enciendo, me meto a Google y anoto la palabra temida, los signos irrefutables de la catástrofe: Coronavirus. Me hundo, como millones de personas, en una especie de zozobra virtual. ¿Qué será de nosotros?, retumba la pregunta en mis sienes. Coronavirus: la pandemia que ha puesto en jaque al mundo entero, leo en uno de los titulares. Cifras, cifras y más cifras. Todos los periódicos del mundo fomentan un pánico inédito, universal. Las noticias le llegan a uno hasta el tuétano, alimentando nuestros miedos más recónditos. Sería más preciso decir: hasta la amígdala cerebral, el epicentro orgánico de nuestras ansiedades.
Me preparo un café. “El néctar negro de mis sueños blancos”, dijo días antes de quitarse la vida Manuel Acuña, según el testimonio de Juan de Dios Peza, su mejor amigo. Con el café siento una taquicardia. No me importa. A pesar de que la cafeína me altera, sin una taza de café por las mañanas mi vida resultaría inequívocamente uniforme, grisácea, insostenible. “Sin café y sin literatura, la vida sería un error”, parafraseo el aforismo de Nietzsche.
Imagino que, como yo, mis vecinos también están resguardados en sus casas. Qué gran paradoja: es primavera y en las calles se respira una atmósfera de muerte. Una pandemia. Se supone que la primavera es la estación donde florece la vida, donde lo único que se propaga es el deseo de vivir y no este virus mortífero que asola la ciudad. Hasta qué punto hemos llegado: estamos a las puertas del Apocalipsis. Apocalipsis que, sobra decirlo, nosotros hemos forjado a lo largo de los siglos.
Entonces, no sé por qué razón, entre los trazos sin sentido de esta cartografía de la catástrofe, me asaltan las palabras de Italo Calvino en sus Ciudades invisibles: “el infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquel que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio”.
Habitamos el infierno; es más: lo sufrimos cotidianamente. El futuro como tal se ha convertido en lo que en esencia es: una palabra hueca, inexistente. Sólo nos queda este instante. También la dura incertidumbre de no saber cómo culminara esta situación, es decir, si en los próximos años no sobrevendrán otras pandemias, catástrofes sin tregua, hecatombes nucleares.
Con mi taza de café en la mano, sintiendo el caballo desbocado de mi corazón, miro filtrarse por la ventana los resplandores de la mañana, que, es preciso decirlo, van desbaratando lentamente los negros presagios de mi vida. Un día más ha comenzado.
Uruapan, Michoacán. Abril de 2020.
Imagen: Flickr/Muffin